Bill Clinton alecciona a Mariano Rajoy en La Moncloa |
Yo era un tonto y lo
que he visto me ha hecho dos tontos
PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA
Por mucha dosis de relativismo que los políticos españoles y británicos se empeñen en inocularnos, al menos convengamos que el Diccionario de la Real Academia Española, hoy forjado con el concurso activo de todos los académicos de sedes correspondientes, pueda ser filológicamente inapelable, aunque la valencia de las palabras no sólo esté sometida a la vertiginosa abrasión y evasión de la cultura del ocio y el cancaneo en esta era de las redes sociales: facebook, tweeter, youtube, instagram: todos los instantes de todos son instantes de todo universales; junto al variopinto repertorio de reality shows de las televisiones, desde la precursora Operación Triunfo o el actual Masterchef en la pública TVE, hasta Gran Hermano, Supervivientes y demás circo de Telecinco, donde alguna vez Belén Esteban se pudo consagrar como Princesa del pueblo casi por referéndum. Sino también a los vaivenes de la política, la economía, la sociología y, entre otras ciencias empíricas, la sicología (sin p inicial, aunque al renunciar al aliento vital –luego mariposa del ánima: Ψυχή: Psiché, Psique–, la hayamos convertido, sin serlo ni saberlo, en deudora etimológica de Σῦκον: sycon y en la “ciencia del higo” gracias a esa permuta, sólo por una contagiosa pereza gramatical y ortográfica que causa enuresis conceptual).
Esa poca valencia de las
palabras –antes rotundas sobre el papel–
asimismo está sometida a la dolosa acedia de los medios de comunicación
nacionales o regionales más conspicuos, ninguno en verdad independiente, un
melancólico y saturnino Cuarto poder muy implicado, pues todos
–los
medios públicos no menos que los privados–
caminan uncidos al yugo de sus deudas económicas y subsidiariamente políticas,
o viceversa; más que al de la empatía fundacional con sus espectadores,
lectores y oyentes, base de la corresponsalía, sol verdadero y complejo, sean
cuales sean sus simpatías ideológicas.
No
mienten: eluden o miran desde otro
lado.
No
inventan: adornan, difuminan y a
veces, borran o emborronan.
Son
claros: no muerdo la mano que me da de comer.
Pues ya todos –emisores
y receptores– asumen que el mundo se divide en dos categorías
que no son reaccionarias ni progresistas: acreedores
y deudores. Los segundos
bajo los primeros y sin grandes opciones, pues las economías de todos los
países obtienen liquidez –el dinero contante y sonante para
solventar los gastos corrientes del Estado–
gracias a la subasta de deuda, cuyos intereses a satisfacer dependen de los
mercados y de las calificaciones de sus empresas bulldog, que alguna vez han sido señaladas por manipular a los
grandes parqués –que no son los grandes porqués.
Quizá el mejor símil para
visualizar la cúpula del mercado financiero y especulativo sea la sala noble de
reuniones de un acristalado rascacielos neoyorquino, o londinense, donde
algunas mentes preclaras por alguna anfetamina de diseño juegan al Monopoly,
cada cual con su portátil hoy archipotente. Ambiente limpio, nada sulfuroso.
Cuando unos u otros jugadores tiran de ratón, eligen algoritmo y compran o
venden por miles de millones, a solas o en bandos, la ilusión deja de ser juego
de niños y afecta a la ciudadanía, por no decir a la “gente” –pues
el populismo se ha apropiado del término–, ajena o impotente en su quilombo 1.
Semejantes sumas apostadas son
virtuales e inabarcables a la vez, pero al fin reales: lo cual sólo significa
que el dinero ha dejado de tener una función social, esto es: ligada al hombre
singular entendido en plural, como instrumento que fue sustituyendo al trueque,
para convertirse en una ficción –y no
fantástica, sino deshumanizada, veraz y voraz.
EL
TRABAJO CON “OBSOLESCENCIA PROGRAMADA”
Tampoco el trabajo
es lo que era: un proyecto
de vida, porque las pequeñas y medianas empresas nacen, como los
coches y electrodomésticos, con eso que los ingenieros llaman, quién sabe si
cínica o pomposamente: obsolescencia programada, como la ropa
y los zapatos, fungibles para gastar en temporada. Aceptamos con resignación
que nuestros hijos e hijas ni siquiera puedan soñar con un empleo estable, cada
año de experiencia mejor remunerado, que les permita formar una familia –cualquier familia, pues el amor hermana– y
sostenerla, mejorando porque hay esperanzas de futuro. Y eso que abundan
médicos, arquitectos, ingenieros, abogados, periodistas, informáticos,
cantantes, escritores, pintores, blogueros, cineastas y opinantes de todos los
sexos, por sólo citar una pequeña muestra, clásica eso sí, de la extensa nómina
de profesiones actuales más o menos universitarias. Jóvenes aunque sobradamente
preparados… ¿para qué? Si no hay futuro.
Hay que admitirlo, el círculo
de actores es mínimo: por encima de la independencia política impera –como
ha imperado siempre– la razón económica, cuyo lenguaje binario
constitucional lo limitan el Debe y el Haber, y cuya síntesis dialéctica es el Amén bíblico: un así sea que
alimenta, inevitablemente, un sordo malestar en la cultura: angustia,
desesperanza, frivolidad consumista pero anorquia
(no confundir con anarquía,
sino con eunuquismo) y un
ensimismamiento tan estéril como suicida en el Maelström digital al
que nos abisman los móviles y tabletas. Cuanto más “comunicados” e “informados”,
cuantas más cosas fingimos pensar y hacer al mismo tiempo, ¿más sordos y
aislados en conversación incierta por solipsista,
ya que solo discurre –a golpes de sms o wasap y de otros
relámpagos cibernéticos– por nuestra mente? No hemos perdido el
lenguaje, cierto, sólo el habla presencial. La realidad, eso parece, ha dejado
de ser significante –el otro se ha
desvanecido.
En un mundo virtual y sin certezas, puras sombras o
ídolos danzantes, bailarinas en la caverna global, ya rendidos a un relativismo intelectual que se ha
librado de los rigores de la lógica
y de la epistemología tanto como de
la ética y la ilusión poética que nos medían contra las
cordilleras. Que ha disimulado los faros y mojones que orientaban muy diversos
cánones (algunos procedentes de revueltas y revoluciones que anidan y florecen, otros de la tradición que se
reinventa y resucita, quizá porque “lo que no es tradición, es plagio” o nihil novum sub sole. Pero nunca renunciaremos a las utopías, Dios nos
libre). Para acunarse en las
modas de una emocionalidad subjetiva, banal, venal y venial, voluble si no
evanescente, excéntrica por ajena a la crítica y al esfuerzo, tanto como a la
responsabilidad… Mantengamos, en fin,
alguna fe moderna –algo
arcaica– en
el significado de las palabras.
POLISEMIA
DE LA VICTORIA
Dice el Diccionario
que el verbo ganar
tiene, al menos, diez
acepciones: nueve transitivas (una de ellas con posible uso intransitivo) y una
intransitiva, así como varias locuciones verbales y adversativas. Por
desgracia, la realidad hace buena a la primera: “Adquirir
caudal o aumentarlo con cualquier género de comercio, industria o trabajo”, en dos de sus consecuencias más perversas: las mediocres burocracias (políticas, económicas,
sindicales) y la corrupción.
Los grandes
protagonistas de la escena política: el Partido Popular
y el Partido Socialista Obrero Español,
los sindicatos mayoritarios: la Unión General de Trabajadores
y Comisiones Obreras; los partidos
minoritarios como Izquierda Unida
o los nacionalistas vascos, catalanes, canarios o gallegos sí han ganado algo desde 1978, en mayor o en
menor medida. Con “cualquier género” de política se ha forjado una casta
cortesana, salvo honrosas excepciones, maleada en pasillos y despachos con
escasa exposición a la vida en lo civil, que persevera en su ser a imitación
del Estado –antiguo,
contemporáneo o venidero– cuya prioridad
mayor es alimentarse, crecer y perpetuarse a toda costa, por algo su aporía
es el Bien Común.
El Estado del Bien
Común juega,
benévolo y paternal, con sus órganos vitales decisorios; y los lubrica para que
le satisfagan cada uno a su manera, en tántrica intimidad los partidos,
sindicatos, gobiernos municipales y autonómicos, los unos con los otros y con
la Administración central según les alisten los resultados electorales. En una
animada cópula que puede ser ora simbiótica, ora parasitaria, dulce o a cara de
perro, histriónicamente tensa para animar tertulias y editoriales (con base en
consignas y defensas, entre golpes sucios, siempre bajo el cansino paralogismo
del et tu quoque, elevado al rango del y tú más por los
altavoces mediáticos). Y que se asegura gracias a una convulsa alternancia asumida
por elevación y no por identificación democrática: Vox populi, vox Dei 2, con la aquiescencia
interesada de la Banca, los grandes empresarios y otras fuerzas vivas, siempre
dispuestos a influir para mantener una, a ser posible, cordial entente a su favor –pues
ellos bendicen, materializan, pagan…y se cobran: el Alfa y el Omega de la economía de mercado.
Ni que decir tiene
que esa cada vez mayor voluntad de supervivencia del Estado –manifestación
pedestre de la Voluntad
de Vivir de Schopenhauer y parodia de la
Voluntad de Poder nietzscheana,
más próxima al crudo biologismo darwiniano de Lucha por la subsistencia y la reproducción que a una visión al modo de
Hegel y su romántico, casi místico, progreso del Zeitgest o espíritu del Tiempo– también segrega clientelismo y delincuencia,
anima caudillajes, cacicazgos, latrocinio y nepotismo, sobre todo en nuestras
sociedades mediterráneas –originalmente patrimonialistas– por la cuádruple herencia grecorromana y judeocristiana,
lo que en España se agrava con la guinda sarracena y el arrebato posmoderno
(éste, más bien protestante y anglosajón). En cuanto nos descuidamos, los
nuevos príncipes y princesas demoscópicos gobiernan estos países como si fueran
su propia casa –y nuestras despensas: la suya, aunque nos echen de
comer o de bailar y se agradezca, pese al IVA cultural.
Aquí paz y
después gloria: volvamos al Diccionario. La
segunda acepción que se atribuye al verbo ganar:
“Obtener un jornal o sueldo en un empleo o trabajo”,
resulta más prosaica que la primera (donde se hablaba de “adquirir caudal o
aumentarlo”), pues la ambición en sus palabras saltaba a la vista. Ahora el
dardo ganar apunta a la modesta
familia funcionarial, que defiende su estar con una afirmación incontestable:
“A mi plaza y su sueldo se opta por oposición, los gano en concurso,” vale decir: “Aprobé el examen, son mi propiedad
vitalicia”, pero olvida que en la libre competencia hay que rendir cuentas a
diario. Y que en la res
politica hay que ganar las elecciones para ocupar una
plaza temporal (lo único en lo que los políticos casi coinciden con el común de
los mortales, y eso, sólo cuando lo pierden todo). Lo cual crea agravios
comparativos.
Cierto, el
batallón de la plaza en propiedad es congestivo, caracolea a la contra, pero se
moviliza antes de que le tiemble el tapete. Apoya, naturalmente, a quien no
sólo le garantiza el statu quo: nunca cederá privilegios; sino al que además lo corteja con
gracia y le ofrece simonías. Su élite
está a caballo entre la segunda y la décima acepción del Diccionario: la intransitiva “mejorar, medrar, prosperar” Esta,
ahora sí: casta
funcionarial, que es gregaria por resiliencia (En España, quien
resiste, gana, como decía el pícaro y deslenguado Camilo José Cela) y secunda a los turiferarios4
del Estado, más gana cuanto menor sea
la Victoria, pero siempre lo celebra sotto
voce –marina de supervivencia: a Ministerio revuelto,
ganancia de altos funcionarios.
¿MAYORÍA O MINORÍA?
Nada más natural que asomarse a la tercera acepción del Diccionario después de unas elecciones convocadas por haberse convertido las anteriores, las del 20 de diciembre, en un callejón sin salida; acepción que es la más transitiva pues ganar ahora significa “obtener lo que se disputa en un juego, batalla, oposición, pleito, etc.”. Y en ese inquietante lo se incluye, hoy y sobre todo posible complemento directo, el Palacio de la Moncloa, cada vez más devaluado –consecuencia de la crisis y del abrazo del oso europeo y su Troika: “Miré los muros de la patria mía…”, se lamentaba el antipático pero inteligente Francisco de Quevedo mirando a quién sabe dónde desde su ventana en el Alcázar madrileño, mucho antes de que se incendiara.
Pero... ¿quién ha ganado las pasadas elecciones del 26-J? Aunque parezca obvia, tal pregunta no tiene una
respuesta indubitable y rotunda, sino muchas tintas a medias, las rayas de un
uniforme carcelario: será una legislatura muy chinche y melindrosa o muy corta.
Por ahora, Mariano Rajoy Brey, como renuente
cangrejo ermitaño, ha agitado desde su concha peregrina el estandarte o
banderín de ser –en la terminología
de don Gregorio Sánchez Fernández– el fistro más votado en Chiquitistán –como si eso
valiera de algo en esta orilla
del Mississippi, dicho en buena lid, pues el presidente ha demostrado que hasta
ahora es el primero de la clase: tapado ilustre de José
María Alfredo Aznar López4 y sota o valet de frau Angela Dorothea Kasner, algún tiempo
señora de Ulrich Merkel. Los demás
parecen o no tener padrinos o no tener concha ni caparazón, cosa en la que el
silente pontevedrés les gana –dicho
sea en su galaico favor, no sea que apliquen la Ley Mordaza–, lo cual nos
remite a la octava y no menos transitiva acepción del Diccionario: “Aventajar o
exceder a alguien en algo”.
Aunque la suya,
¿acaso se trata de la mayoría, por ser la más votada, o más bien hablamos de la minoría con la mejor puntuación en el atribulado marcador del
encuentro? Adolfo Suárez González en 1977 y 1979, Felipe González Márquez en 1993, o incluso Aznar en 1996, sí podían jactarse
de haber ganado aquellas elecciones –así
fuera a la baja– con ciertas “mayorías” relativas, pues llamaban a algún consenso, por lo que no les resultó
difícil pactar y sumar apoyos para poder gobernar con suficiencia. ¿Puede
decirse lo mismo de Rajoy tras los dos últimos comicios? ¿Los ha ganado o sólo ha obtenido sendas “minorías”, por mucho que sus ministros y altavoces políticos y
mediáticos las amplifiquen?
Lo cierto es que los resultados se han mostrado insuficientes –cuando menos hasta la inevitable defenestración del candidato socialista Pedro Sánchez Pérez-Castejón de la Secretaría General de su partido– a la hora de aunar, o más bien dicho: de someter voluntades y formar Gobierno. Porque la investidura de Rajoy con la quejumbrosa y vergonzante abstención de un PSOE desgarrado por sus adentros no responde, ni mucho menos, al supuesto mandato de los electores: “Pónganse de acuerdo”. Y ya se verá qué ocurre si la militancia de ese partido vuelve a auparlo al liderazgo y derroca al Gobierno desde su despacho, no desde el hemiciclo, pues ha renunciado a su acta de diputado (aunque quizá se le permitiera litigar en una moción de censura sin serlo, como así se consintió de forma excepcional cuando el senador Antonio Hernández Mancha retó a González en 1987... lo que le valió perder la jefatura de Alianza Popular). Pues entonces esta legislatura, que podría ser sólo chinche y melindrosa, se convertiría en muy corta y peligrosa si el asalto a los Cielos se consuma con la voladura secesionista de España como Reino –tal y como anuncia una hipotética alianza entre el PSOE reconstituido, Unidos Podemos y los nacionalistas catalanes y vascos.
Más acá de
sutilezas lingüísticas, en estas últimas
convocatorias estos dos partidos –hasta ahora protagonistas de la arena
política desde 1982– sí se han ganado
el mayor castigo electoral jamás recibido
por sus siglas desde aquella fecha. Todo lo cual conduce a preguntarse por lo
más obvio pero incómodo: ¿A qué puede
haberse debido semejante descalabro?
Aunque parezca
mentira, no resulta concluyente que la corrupción, que atañe lo
mismo al PP que al PSOE, sea la única causa del desastre. Por desgracia, según
los resultados electorales, los españoles hemos sido demasiado tolerantes con semejante
lacra. Quizá haya otros dos motivos de peso que, sumados al rechazo originado
por tan sucias prácticas, hayan desengañado a tantos votantes, hasta ahora
fieles y leales a sus siglas como los hinchas futboleros a sus escuadras.
UN MODELO DE DESARROLLO INSOSTENIBLE
En primer lugar,
ninguna de las dos históricas formaciones ha cantado la palinodia ni entonado el mea culpa por haber sido los causantes en origen de la
despiadada crisis económica que ha sacudido a la sociedad española desde el año
2008. Por mucho que Mariano Rajoy se empeñe en acusar a José Luis
Rodríguez Zapatero de la “herencia
recibida” en 2011, la
verdad es que esa burbuja
inmobiliaria comenzó a gestarse, más o menos, a partir de 1989, es
decir: durante los últimos gobiernos del socialista Felipe González, siendo ministros
de Economía y Hacienda Carlos
Solchaga Catalán (1985-1993) y Pedro Solbes Mira (1993-1996).
Bien es verdad
que Aznar infló la burbuja y la
catapultó a la estratosfera cuando liberalizó el suelo, base del “milagro
económico” que ofició por conducto de su vicepresidente y ministro
de Economía Rodrigo
de Rato y Figaredo (política que
continuó a las órdenes de Zapatero su antecesor, el ya citado Pedro Solbes,
cuando recuperó la cartera ministerial entre 2004 y 2009). Todo el mundo
recordará aún la jactancia de un Aznar en la gloriosa cima de su poder
afirmando: “España va bien y España crece, y mucho, gracias al ladrillo, que es la locomotora de nuestra imparable
economía”.
Ni el socialista
Solbes ni su sucesora como vicepresidenta del Gobierno y ministra
de Economía y Hacienda Elena Salgado Méndez (2009-2011), que fueron cómplices de ese catastrófico continuismo
económico, se atrevieron a pinchar la burbuja,
ni siquiera cuando comenzaron a sonar las alarmas en 2007. Como así tampoco lo
hicieron in extremis cuando el
derrumbe financiero internacional era, más que una amenaza, una realidad
insoslayable con la quiebra de Lehmans Brothers o el fraude
multimillonario de Bernard Madoff, junto a otros cataclismos globales ocurridos a partir de
2008 y auspiciados por la alegre desregularización del mercado que, mucho antes, habían comandado el presidente norteamericano Ronald
Wilson Reagan y la férrica premier británica Margaret Hilda Thatcher con su prodigiosa Blitzkrieg neoliberal, durante los años 80 y 90 del
pasado siglo.
¿La excusa? El
miedo a que el solo hecho de mentar la “crisis” pudiera enfriar una economía cuya nave ya derrotaba hacia el Océano
Ártico –para encallar entre los témpanos más cercanos al Polo Norte.
La gente –con perdón del populismo– no es
tan tonta como le parece a quienes prosperan teniéndola por tal y así
tratándola cuando se deja. Y la gente
sabe, sobre todo cuando funge de ciudadanía,
que lo mismo el PP que el PSOE han sido responsables de lo ocurrido. Y también
sabe algo aún más terrible y que no han podido ocultar ni disfrazar unos ni
otros –por mucho que hayan levantado cortinas de humo para despistarla; por
mucho y tú más que se hayan escupido
los imputables entre sí; y por mucho ventilador que haya intentado desviar el
hedor de la basura oreada en común–: Y es que esta crisis no ha sido sólo eso que se ha venido en llamar recesión
de balance causada por un endeudamiento y enriquecimiento
irresponsables –concepto acuñado por el economista de origen japonés Richard
Koo y que sólo explica una parte de este monumental
fiasco.
Es más, la gente se ha sentido, más que engañada,
ofendida en el alma cuando la han querido avergonzar, riñéndola con la velada
acusación de haber vivido “por
encima de sus posibilidades” al contraer deudas crediticias e hipotecarias inapropiadas a sus ingresos y expectativas... bajo la artera seducción de bancos y financieras. Porque sólo ellos: los
grandes partidos y también los pequeños, los sindicatos, la Administración
central y las autonómicas, no en solitario, sino en compañía de los grandes
empresarios, de la Banca pública y privada, así como de los especuladores
del capital financiero y los medios de
Comunicación en concurso, se aprovecharon entonces y todavía siguen llenándose
los bolsillos, por acción u omisión, gracias al dinero de todos, endeudándonos
a nosotros, y a nuestros hijos y nietos, quienes tampoco levantarán cabeza.
En fin, el
pecado imperdonable del PP y del PSOE –tanto
monta, monta tanto– ha sido su apuesta por un modelo de desarrollo económico piramidal e insostenible: el ladrillo, que no sólo ha sido “pan para hoy y hambre para mañana”, sino que ha causado un daño irreparable, pues despreció
al sector primario (la agricultura y la ganadería, la pesca, la minería, etc.) tanto como al secundario: la industria, la producción de energía o a la investigación y
desarrollo; condenando a España a ser –y
es de temer que por muchos años– un país
de servicios: hostelería, turismo, etc.,
es decir: un campeón del sector terciario. Y a los españoles al empleo
estacional y muy precario en lo económico, o a la emigración.
Un modelo que
causó una oleada de deserciones escolares, para arrojar al paro a un ejército
de jóvenes sin salida por carecer de formación, una verdadera tragedia social si a ese ejército se suma
otro menos visible: el de los despedidos mayores de 45 años, desterrados del
mercado laboral, muchos de los cuales ni se apuntan en el paro y que malviven
en un limbo ajeno a las estadísticas (excepto las anónimas del suicidio). Un
modelo que asimismo ha alimentado la mayor fuente de corrupción política y
económica vista hasta ahora en nuestro país –que ya tenía sonoros antecedentes
en la Restauración, la Dictadura y la República, así como en la
Era de Franco.
Ese pecado es,
casi con toda seguridad, la primera de esas causas que han castigado a los dos
grandes partidos: como no ha habido arrepentimiento ni acto de contrición, ¿por qué creer
en su propósito de enmienda, por mucho que
juren o prometan? Un castigo que ha sido –a la vista está– más duro con el PSOE
que con el PP, porque su prédica siempre ha sido idealista. Y sus fieles quizá hayan vivido todo lo pasado como una traición doblemente
consumada: aquel Gobierno dio los primeros pasos de una reforma laboral muy poco socialista (consintió los despidos masivos y
las rebajas salariales, silenció la negociación colectiva) y además abanderó el
cambio del artículo 135 de la Constitución (con la entusiasta connivencia del PP) para conjurar un
casi inevitable y doloroso rescate económico de España por la troika
(aunque sí hubo un rescate light, mal
disimulado por sus agentes externos e internos pero, eso sí, menos sofocante
que el sufrido por Irlanda, Portugal y Grecia). A partir de ahí, casi todo el
esfuerzo se empeñó en salvar a la Banca y a las grandes empresas, enjugar la
sangría de las Autonomías, abandonando a la ciudadanía a su suerte con duros
recortes en la sanidad, la educación y la asistencia social.
NOTAS
La fotografía de apertura la realizó Javier Barbancho el 21 de mayo de 2014 y se publicó en El Mundo.
1 Ver Quilombo, entrada anterior de este mismo blog.
1 Ver Quilombo, entrada anterior de este mismo blog.
2 Vox
populi, vox Dei
o la
falacia del pueblo: transformación épica del paralogismo ad verecundum o de autoridad (Si A sólo o en compañía de otros sabios
lo dicen, entonces A) en argumento ad
populum, base de los sofismas populistas, aunque originalmente amparaba la
elección de obispos, papas y santos súbitos: por aclamación diocesana.
Expresión Vox populi, vox Dei que ya
tuvo impecables valedores en la Roma clásica: Sacra populi lingua est –por boca del estoico cordobés Lucio Aneo Séneca, autor, además, de un libelo
extraordinario: La apocolocíntosis del
divino Claudio, hoy pertinente porque esa enrevesada y
desconocida palabra –satírico neohelenismo en su día– significa calabacificación.
3 Turiferario es un adjetivo turbador y contradictorio que a veces se usa como
nombre y que procede del latín medieval: turiferarius, neologismo creado entonces para designar al
acólito que portaba el incensario en las ceremonias litúrgicas (turis: incienso; y ferarius: encargado de llevar). Con el paso del tiempo, se tornó en
palabra crítica contra la Iglesia en primer término y contra el poder en
general, ahora significando “adulador”: el que alaba de forma exagerada y
generalmente interesada al poderoso.
4
Aznar
y Rajoy: Ver El Maximato fallido, penúltima entrada de este blog.
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