viernes, 4 de noviembre de 2016

"¡Es la empatía...!" o el Pazo de marfil (I)



Bill Clinton alecciona a Mariano Rajoy en La Moncloa


Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos

PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA

Por mucha dosis de relativismo que los políticos españoles y británicos se empeñen en inocularnos, al menos convengamos que el Diccionario de la Real Academia Española, hoy forjado con el concurso activo de todos los académicos de sedes correspondientes, pueda ser filológicamente inapelable, aunque la valencia de las palabras no sólo esté sometida a la vertiginosa abrasión y evasión de la cultura del ocio y el cancaneo en esta era de las redes sociales: facebook, tweeter, youtube, instagram: todos los instantes de todos son instantes de todo universales; junto al variopinto repertorio de reality shows de las televisiones, desde la precursora Operación Triunfo o el actual Masterchef en la pública TVE, hasta Gran Hermano, Supervivientes y demás circo de Telecinco, donde alguna vez Belén Esteban se pudo consagrar como Princesa del pueblo casi por referéndum.  Sino también a los vaivenes de la política, la economía, la sociología y, entre otras ciencias empíricas, la sicología (sin p inicial, aunque al renunciar al aliento vital luego mariposa del ánima: Ψυχή: Psiché, Psique, la hayamos convertido, sin serlo ni saberlo, en deudora etimológica de Σκον: sycon y en la “ciencia del higo” gracias a esa permuta, sólo por una contagiosa pereza gramatical y ortográfica que causa enuresis conceptual).

Esa poca valencia de las palabras –antes rotundas sobre el papel– asimismo está sometida a la dolosa acedia de los medios de comunicación nacionales o regionales más conspicuos, ninguno en verdad independiente, un melancólico y saturnino Cuarto poder muy implicado, pues todos los medios públicos no menos que los privados caminan uncidos al yugo de sus deudas económicas y subsidiariamente políticas, o viceversa; más que al de la empatía fundacional con sus espectadores, lectores y oyentes, base de la corresponsalía, sol verdadero y complejo, sean cuales sean sus simpatías ideológicas.

No mienten: eluden o miran desde otro lado.
No inventan: adornan, difuminan y a veces,  borran o emborronan.
Son claros: no muerdo la mano que me da de comer.

Pues ya todos emisores y receptores­ asumen que el mundo se divide en dos categorías que no son reaccionarias ni progresistas: acreedores y deudores. Los segundos bajo los primeros y sin grandes opciones, pues las economías de todos los países obtienen liquidez el dinero contante y sonante para solventar los gastos corrientes del Estado gracias a la subasta de deuda, cuyos intereses a satisfacer dependen de los mercados y de las calificaciones de sus empresas bulldog, que alguna vez han sido señaladas por manipular a los grandes parqués que no son los grandes porqués.

Quizá el mejor símil para visualizar la cúpula del mercado financiero y especulativo sea la sala noble de reuniones de un acristalado rascacielos neoyorquino, o londinense, donde algunas mentes preclaras por alguna anfetamina de diseño juegan al Monopoly, cada cual con su portátil hoy archipotente. Ambiente limpio, nada sulfuroso. Cuando unos u otros jugadores tiran de ratón, eligen algoritmo y compran o venden por miles de millones, a solas o en bandos, la ilusión deja de ser juego de niños y afecta a la ciudadanía, por no decir a la “gente” pues el populismo se ha apropiado del término, ajena o impotente en su quilombo 1.

Semejantes sumas apostadas son virtuales e inabarcables a la vez, pero al fin reales: lo cual sólo significa que el dinero ha dejado de tener una función social, esto es: ligada al hombre singular entendido en plural, como instrumento que fue sustituyendo al trueque, para convertirse en una ficción  ­–y no fantástica, sino deshumanizada, veraz y voraz.

EL TRABAJO CON “OBSOLESCENCIA PROGRAMADA”

Tampoco el trabajo es lo que era: un proyecto de vida, porque las pequeñas y medianas empresas nacen, como los coches y electrodomésticos, con eso que los ingenieros llaman, quién sabe si cínica o pomposamente: obsolescencia programada, como la ropa y los zapatos, fungibles para gastar en temporada. Aceptamos con resignación que nuestros hijos e hijas ni siquiera puedan soñar con un empleo estable, cada año de experiencia mejor remunerado, que les permita formar una familia cualquier  familia, pues el amor hermana y sostenerla, mejorando porque hay esperanzas de futuro. Y eso que abundan médicos, arquitectos, ingenieros, abogados, periodistas, informáticos, cantantes, escritores, pintores, blogueros, cineastas y opinantes de todos los sexos, por sólo citar una pequeña muestra, clásica eso sí, de la extensa nómina de profesiones actuales más o menos universitarias. Jóvenes aunque sobradamente preparados… ¿para qué?  Si no hay futuro.


Hay que admitirlo, el círculo de actores es mínimo: por encima de la independencia política impera como ha imperado siempre la razón económica, cuyo lenguaje binario constitucional lo limitan el Debe y el Haber, y cuya síntesis dialéctica es el Amén bíblico: un así sea que alimenta, inevitablemente, un sordo malestar en la cultura: angustia, desesperanza, frivolidad consumista pero anorquia (no confundir con anarquía, sino con eunuquismo) y un ensimismamiento tan estéril como suicida en el Maelström digital al que nos abisman los móviles y tabletas. Cuanto más “comunicados” e “informados”, cuantas más cosas fingimos pensar y hacer al mismo tiempo, ¿más sordos y aislados en conversación incierta por solipsista, ya que solo discurre a golpes de sms o wasap y de otros relámpagos cibernéticos– por nuestra mente? No hemos perdido el lenguaje, cierto, sólo el habla presencial. La realidad, eso parece, ha dejado de ser significante –el otro se ha desvanecido.  

En un mundo virtual y sin certezas, puras sombras o ídolos danzantes, bailarinas en la caverna global, ya rendidos a un relativismo intelectual que se ha librado de los rigores de la lógica y de la epistemología tanto como de la ética y la ilusión poética que nos medían contra las cordilleras. Que ha disimulado los faros y mojones que orientaban muy diversos cánones (algunos procedentes de revueltas y revoluciones que anidan y florecen, otros de la tradición que se reinventa y resucita, quizá porque “lo que no es tradición, es plagio” o nihil novum sub sole. Pero nunca renunciaremos a las utopías, Dios nos libre). Para acunarse en las modas de una emocionalidad subjetiva, banal, venal y venial, voluble si no evanescente, excéntrica por ajena a la crítica y al esfuerzo, tanto como a la responsabilidad… Mantengamos, en fin,  alguna fe moderna algo arcaica en el significado de las palabras.

POLISEMIA DE LA VICTORIA

Dice el Diccionario que el verbo ganar  tiene, al menos, diez acepciones: nueve transitivas (una de ellas con posible uso intransitivo) y una intransitiva, así como varias locuciones verbales y adversativas. Por desgracia, la realidad hace buena a la primera: “Adquirir caudal o aumentarlo con cualquier género de comercio, industria o trabajo”, en dos de sus consecuencias más perversas: las mediocres burocracias (políticas, económicas, sindicales) y la corrupción.

Los grandes protagonistas de la escena política: el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español, los sindicatos mayoritarios: la Unión General de Trabajadores y Comisiones Obreras; los partidos minoritarios como Izquierda Unida o los nacionalistas vascos, catalanes, canarios o gallegos sí han ganado algo desde 1978, en mayor o en menor medida. Con “cualquier género” de política se ha forjado una casta cortesana, salvo honrosas excepciones, maleada en pasillos y despachos con escasa exposición a la vida en lo civil, que persevera en su ser a imitación del Estado antiguo, contemporáneo o venidero cuya prioridad mayor es alimentarse, crecer y perpetuarse a toda costa, por algo su aporía es el Bien Común. 


El Estado del Bien Común juega, benévolo y paternal, con sus órganos vitales decisorios; y los lubrica para que le satisfagan cada uno a su manera, en tántrica intimidad los partidos, sindicatos, gobiernos municipales y autonómicos, los unos con los otros y con la Administración central según les alisten los resultados electorales. En una animada cópula que puede ser ora simbiótica, ora parasitaria, dulce o a cara de perro, histriónicamente tensa para animar tertulias y editoriales (con base en consignas y defensas, entre golpes sucios, siempre bajo el cansino paralogismo del et tu quoque,  elevado al rango del y tú más por los altavoces mediáticos). Y que se asegura gracias a una convulsa alternancia asumida por elevación y no por identificación democrática: Vox populi, vox Dei 2, con la aquiescencia interesada de la Banca, los grandes empresarios y otras fuerzas vivas, siempre dispuestos a influir para mantener una, a ser posible, cordial entente a su favor –pues ellos bendicen, materializan, pagan…y se cobran: el Alfa y el Omega de la economía de mercado.

Ni que decir tiene que esa cada vez mayor voluntad de supervivencia del Estado –manifestación pedestre de la Voluntad de Vivir de Schopenhauer y parodia de la Voluntad de Poder nietzscheana, más próxima al crudo biologismo darwiniano de Lucha por la subsistencia y la reproducción que a una visión al modo de Hegel y su romántico, casi místico, progreso del Zeitgest o espíritu del Tiempo también segrega clientelismo y delincuencia, anima caudillajes, cacicazgos, latrocinio y nepotismo, sobre todo en nuestras sociedades mediterráneas originalmente patrimonialistas por la cuádruple herencia grecorromana y judeocristiana, lo que en España se agrava con la guinda sarracena y el arrebato posmoderno (éste, más bien protestante y anglosajón). En cuanto nos descuidamos, los nuevos príncipes y princesas demoscópicos gobiernan estos países como si fueran su propia casa –y nuestras despensas: la suya, aunque nos echen de comer o de bailar y se agradezca, pese al IVA cultural.

Aquí paz y después gloria: volvamos al Diccionario. La segunda acepción que se atribuye al verbo ganar: “Obtener un jornal o sueldo en un empleo o trabajo”, resulta más prosaica que la primera (donde se hablaba de “adquirir caudal o aumentarlo”), pues la ambición en sus palabras saltaba a la vista. Ahora el dardo ganar apunta a la modesta familia funcionarial, que defiende su estar con una afirmación incontestable: “A mi plaza y su sueldo se opta por oposición, los gano en concurso,” vale decir: “Aprobé el examen, son mi propiedad vitalicia”, pero olvida que en la libre competencia hay que rendir cuentas a diario. Y que en la res politica  hay que ganar las elecciones para ocupar una plaza temporal (lo único en lo que los políticos casi coinciden con el común de los mortales, y eso, sólo cuando lo pierden todo). Lo cual crea agravios comparativos.

Cierto, el batallón de la plaza en propiedad es congestivo, caracolea a la contra, pero se moviliza antes de que le tiemble el tapete. Apoya, naturalmente, a quien no sólo le garantiza el statu quo: nunca cederá privilegios; sino al que además lo corteja con gracia y le ofrece  simonías. Su élite está a caballo entre la segunda y la décima acepción del Diccionario: la intransitiva “mejorar, medrar, prosperar” Esta, ahora sí: casta funcionarial, que es gregaria por resiliencia (En España, quien resiste, gana, como decía el pícaro y deslenguado Camilo José Cela) y secunda a los turiferarios4 del Estado, más gana cuanto menor sea la Victoria, pero siempre lo celebra sotto voce –marina de supervivencia: a Ministerio revuelto, ganancia de altos funcionarios.        

 ¿MAYORÍA O MINORÍA?

Nada más natural que asomarse a la tercera acepción del Diccionario después de unas elecciones convocadas por haberse convertido las anteriores, las del 20 de diciembre, en un callejón sin salida; acepción que es la más transitiva pues ganar ahora significa “obtener lo que se disputa en un juego, batalla, oposición, pleito, etc.”. Y en ese inquietante lo se incluye, hoy y sobre todo posible complemento directo, el Palacio de la Moncloa, cada vez más devaluado –consecuencia de la crisis y del abrazo del oso europeo y su Troika: Miré los muros de la patria mía, se lamentaba el antipático pero inteligente Francisco de Quevedo mirando a quién sabe dónde desde su ventana en el Alcázar madrileño, mucho antes de que se incendiara.


Pero... ¿quién ha ganado las pasadas elecciones del 26-J? Aunque parezca obvia, tal pregunta no tiene una respuesta indubitable y rotunda, sino muchas tintas a medias, las rayas de un uniforme carcelario: será una legislatura muy chinche y melindrosa o muy corta.

Por ahora, Mariano Rajoy Brey, como renuente cangrejo ermitaño, ha agitado desde su concha peregrina el estandarte o banderín de ser en la terminología de don Gregorio Sánchez Fernández el fistro más votado en Chiquitistán  –como si eso valiera de algo en esta orilla del Mississippi, dicho en buena lid, pues el presidente ha demostrado que hasta ahora es el primero de la clase: tapado ilustre de José María Alfredo Aznar López4 y sota o valet de frau Angela Dorothea Kasner, algún tiempo señora de Ulrich Merkel. Los demás parecen o no tener padrinos o no tener concha ni caparazón, cosa en la que el silente pontevedrés les gana –dicho sea en su galaico favor, no sea que apliquen la Ley Mordaza–, lo cual nos remite a la octava y no menos transitiva acepción del Diccionario: “Aventajar o exceder a alguien en algo”.

Aunque la suya, ¿acaso se trata de la mayoría, por ser la más votada, o más bien hablamos de la minoría con la mejor puntuación en el atribulado marcador del encuentro? Adolfo Suárez González en 1977 y 1979, Felipe González Márquez en 1993, o incluso Aznar en 1996, sí podían jactarse de haber ganado aquellas elecciones –así fuera a la baja– con ciertas “mayorías” relativas, pues llamaban a algún consenso, por lo que no les resultó difícil pactar y sumar apoyos para poder gobernar con suficiencia. ¿Puede decirse lo mismo de Rajoy tras los dos últimos comicios? ¿Los ha ganado o sólo ha obtenido sendas “minorías”, por mucho que sus ministros y altavoces políticos y mediáticos las amplifiquen?

Lo cierto es que los resultados se han mostrado insuficientes cuando menos hasta la inevitable defenestración del candidato socialista Pedro Sánchez Pérez-Castejón de la Secretaría General de su partido a la hora de aunar, o más bien dicho: de someter voluntades y formar Gobierno. Porque la investidura de Rajoy con la quejumbrosa y vergonzante abstención de un PSOE desgarrado por sus adentros no responde, ni mucho menos, al supuesto mandato de los electores: “Pónganse de acuerdo”. Y ya se verá qué ocurre si la militancia de ese partido vuelve a auparlo al liderazgo y derroca al Gobierno desde su despacho, no desde el hemiciclo, pues ha renunciado a su acta de diputado (aunque quizá se le permitiera litigar en una moción de censura sin serlo, como así se consintió de forma excepcional cuando el senador Antonio Hernández Mancha retó a González en 1987... lo que le valió perder la jefatura de Alianza Popular).  Pues entonces esta legislatura, que podría ser sólo chinche y melindrosa, se convertiría en muy corta y peligrosa si el asalto a los Cielos se consuma con la voladura secesionista de España como Reino –tal y como anuncia una hipotética alianza entre el PSOE reconstituido, Unidos Podemos y los nacionalistas catalanes y vascos.



Más acá de sutilezas lingüísticas,  en estas últimas convocatorias estos dos partidos –hasta ahora protagonistas de la arena política desde 1982– sí se han ganado el mayor castigo electoral jamás recibido por sus siglas desde aquella fecha. Todo lo cual conduce a preguntarse por lo más obvio pero incómodo: ¿A qué puede haberse debido semejante descalabro?

Aunque parezca mentira, no resulta concluyente  que  la corrupción, que atañe lo mismo al PP que al PSOE, sea la única causa del desastre. Por desgracia, según los resultados electorales, los españoles hemos sido demasiado tolerantes con semejante lacra. Quizá haya otros dos motivos de peso que, sumados al rechazo originado por tan sucias prácticas, hayan desengañado a tantos votantes, hasta ahora fieles y leales a sus siglas como los hinchas futboleros a sus escuadras.

UN MODELO DE DESARROLLO INSOSTENIBLE

En primer lugar, ninguna de las dos históricas formaciones ha cantado la palinodia ni entonado el mea culpa por haber sido los causantes en origen de la despiadada crisis económica que ha sacudido a la sociedad española desde el año 2008. Por mucho que Mariano Rajoy se empeñe en acusar a José Luis Rodríguez Zapatero de la herencia recibida” en 2011, la verdad es que esa burbuja inmobiliaria comenzó a gestarse, más o menos, a partir de 1989, es decir: durante los últimos gobiernos del socialista Felipe González, siendo ministros de Economía y Hacienda Carlos Solchaga Catalán (1985-1993) y Pedro Solbes Mira (1993-1996).

Bien es verdad que Aznar infló la burbuja y la catapultó a la estratosfera cuando liberalizó el suelo, base del  milagro económico” que ofició por conducto de su vicepresidente y ministro de Economía Rodrigo de Rato y Figaredo (política que continuó a las órdenes de Zapatero su antecesor, el ya citado Pedro Solbes, cuando recuperó la cartera ministerial entre 2004 y 2009). Todo el mundo recordará aún la jactancia de un Aznar en la gloriosa cima de su poder afirmando: “España va bien y España crece, y mucho, gracias al ladrillo, que es la locomotora de nuestra imparable economía”.

Ni el socialista Solbes ni su sucesora como vicepresidenta del Gobierno y ministra de Economía y Hacienda Elena Salgado Méndez (2009-2011), que fueron cómplices de ese catastrófico continuismo económico, se atrevieron a pinchar la burbuja, ni siquiera cuando comenzaron a sonar las alarmas en 2007. Como así tampoco lo hicieron in extremis cuando el derrumbe financiero internacional era, más que una amenaza, una realidad insoslayable con la quiebra de Lehmans Brothers o el fraude multimillonario de Bernard Madoff, junto a otros cataclismos globales ocurridos a partir de 2008 y auspiciados por la alegre desregularización del mercado que, mucho antes, habían comandado el presidente norteamericano Ronald Wilson Reagan y la férrica premier británica Margaret Hilda Thatcher con su prodigiosa Blitzkrieg  neoliberal, durante los años 80 y 90 del pasado siglo. 

¿La excusa? El miedo a que el solo hecho de mentar la crisis” pudiera enfriar una economía cuya nave ya derrotaba hacia el Océano Ártico –para encallar entre los témpanos más cercanos al Polo Norte.


La gente –con perdón del populismo– no es tan tonta como le parece a quienes prosperan teniéndola por tal y así tratándola cuando se deja. Y la gente sabe, sobre todo cuando funge de ciudadanía, que lo mismo el PP que el PSOE han sido responsables de lo ocurrido. Y también sabe algo aún más terrible y que no han podido ocultar ni disfrazar unos ni otros –por mucho que hayan levantado cortinas de humo para despistarla; por mucho y tú más que se hayan escupido los imputables entre sí; y por mucho ventilador que haya intentado desviar el hedor de la basura oreada en común–: Y es que esta crisis no ha sido sólo eso que se ha venido en llamar recesión de balance causada por un endeudamiento y enriquecimiento irresponsables concepto acuñado por el economista de origen japonés Richard Koo y que sólo explica una parte de este monumental fiasco.  

Es más, la gente se ha sentido, más que engañada, ofendida en el alma cuando la han querido avergonzar, riñéndola con la velada acusación de haber vivido por encima de sus posibilidades al contraer deudas crediticias e hipotecarias inapropiadas a sus ingresos y expectativas... bajo la artera seducción de bancos y financieras. Porque sólo ellos: los grandes partidos y también los pequeños, los sindicatos, la Administración central y las autonómicas, no en solitario, sino en compañía de los grandes empresarios, de la Banca pública y privada, así como de los especuladores del  capital financiero y los medios de Comunicación en concurso, se aprovecharon entonces y todavía siguen llenándose los bolsillos, por acción u omisión, gracias al dinero de todos, endeudándonos a nosotros, y a nuestros hijos y nietos, quienes tampoco levantarán cabeza.

En fin, el pecado imperdonable del PP y del PSOE –tanto monta, monta tanto– ha sido su apuesta por un modelo de desarrollo económico piramidal e insostenible: el ladrillo, que no sólo ha sido pan para hoy y hambre para mañana, sino que ha causado un daño irreparable, pues despreció al sector primario (la agricultura y la ganadería, la pesca, la minería, etc.) tanto como al secundario: la industria, la producción de energía o a la investigación y desarrollo; condenando a España a ser –y es de temer que por muchos años– un país de servicios: hostelería, turismo, etc., es decir: un campeón del sector terciario. Y a los españoles al empleo estacional y muy precario en lo económico, o a la emigración.

Un modelo que causó una oleada de deserciones escolares, para arrojar al paro a un ejército de jóvenes sin salida por carecer de formación, una verdadera tragedia social si a ese ejército se suma otro menos visible: el de los despedidos mayores de 45 años, desterrados del mercado laboral, muchos de los cuales ni se apuntan en el paro y que malviven en un limbo ajeno a las estadísticas (excepto las anónimas del suicidio). Un modelo que asimismo ha alimentado la mayor fuente de corrupción política y económica vista hasta ahora en nuestro país –que ya tenía sonoros antecedentes en la Restauración, la Dictadura y la República, así como en la Era de Franco.

Ese pecado es, casi con toda seguridad, la primera de esas causas que han castigado a los dos grandes partidos: como no ha habido arrepentimiento ni acto de contrición, ¿por qué creer en su propósito de enmienda, por mucho que juren o prometan? Un castigo que ha sido –a la vista está– más duro con el PSOE que con el PP, porque su prédica siempre ha sido idealista. Y sus fieles quizá hayan vivido todo lo pasado como una traición doblemente consumada: aquel Gobierno dio los primeros pasos de una reforma laboral muy poco socialista (consintió los despidos masivos y las rebajas salariales, silenció la negociación colectiva) y además abanderó el cambio del artículo 135 de la Constitución (con la entusiasta connivencia del PP) para conjurar un casi inevitable y doloroso rescate económico de España por la troika (aunque sí hubo un rescate light, mal disimulado por sus agentes externos e internos pero, eso sí, menos sofocante que el sufrido por Irlanda, Portugal y Grecia). A partir de ahí, casi todo el esfuerzo se empeñó en salvar a la Banca y a las grandes empresas, enjugar la sangría de las Autonomías, abandonando a la ciudadanía a su suerte con duros recortes en la sanidad, la educación y la asistencia social.   


NOTAS
La fotografía de apertura la realizó Javier Barbancho el 21 de mayo de 2014 y se publicó en El Mundo.
1 Ver Quilomboentrada anterior de este mismo blog.
2 Vox populi, vox Dei o la falacia del pueblo: transformación épica del paralogismo ad verecundum o de autoridad (Si A sólo o en compañía de otros sabios lo dicen, entonces A) en argumento ad populum, base de los sofismas populistas, aunque originalmente amparaba la elección de obispos, papas y santos súbitos: por aclamación diocesana. Expresión Vox populi, vox Dei que ya tuvo impecables valedores en la Roma clásica: Sacra populi lingua est  –por boca del estoico cordobés Lucio Aneo Séneca, autor, además, de un libelo extraordinario: La apocolocíntosis del divino Claudio, hoy pertinente porque esa enrevesada y desconocida palabra –satírico neohelenismo en su día– significa calabacificación.
3  Turiferario es un adjetivo turbador  y contradictorio que a veces se usa como nombre y que procede del latín medieval: turiferarius,  neologismo creado entonces para designar al acólito que portaba el incensario en las ceremonias litúrgicas (turis: incienso; y ferarius: encargado de llevar). Con el paso del tiempo, se tornó en palabra crítica contra la Iglesia en primer término y contra el poder en general, ahora significando “adulador”: el que alaba de forma exagerada y generalmente interesada al poderoso.  
4 Aznar y Rajoy: Ver El Maximato fallido, penúltima entrada de este blog. 

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