domingo, 30 de septiembre de 2012

El 11 de septiembre catalán


 España y Europa se enfrentaron en 1700 -como también lo hacen hoy por razones distintas- a una catástrofe histórica que anunciaba un fin de época: Carlos II de Habsburgo muere sin descendencia, un año después del fallecimiento del heredero que había pactado con los actores europeos, su sobrino nieto el príncipe elector Fernando José de Baviera. Va a jugarse una partida en el gran tablero mundial. Aunque el monarca ha legado el Trono en su testamento a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y príncipe europeo con mejor derecho, las grandes potencias recelan y buscan sacar provecho de este drama dinástico.

Inglaterra, Holanda, Prusia, Dinamarca, Portugal y otros reinos temen la total hegemonía franco española, pues su alianza dinástica no ha disipado, pese a la condición impuesta por el rey legatario y aceptada por el monarca galo y por su nieto, la amenaza de que una misma persona reine en Francia y España (a lo largo de aquella larga guerra, su posición en la línea dinástica francesa le acercará peligrosamente al Trono). El Duque de Anjou es aclamado como Felipe V en Castilla y Aragón sin dudas, pero Leopoldo I, emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, hace valer sus derechos y postula a su hijo menor, el Archiduque Carlos de Habsburgo, con el apoyo militar de esas potencias.  

Otra partida menor, pero muy peligrosa, empieza a jugarse en el pequeño tablero de la política española: Cataluña, Valencia y Baleares apuestan por el pretendiente austriaco, que desembarca en Portugal, no tanto por temer que el centralismo borbónico se imponga en España y su nobleza pierda los privilegios feudales que ha mantenido desde los Reyes Católicos, pues Felipe V ha respetado por ahora los fueros de Navarra, las Vascongadas y Aragón; sino porque aspiran a un acuerdo de privilegio (una suerte de nuevo “pacto fiscal”) como premio por su apoyo: abrir el comercio con América, algo exclusivo de Castilla. Traen la guerra a la Península, cuando pudo librarse más allá de los Pirineos. Aragón se sumará tras las primeras victorias austracistas, al caer Zaragoza.

Sin embargo, las diplomacias se mueven en secreto. Felipe V y Gran Bretaña sellan el Tratado de Utrecht en 1713. No fue un acuerdo de tablas, pero acabó con una guerra costosa e insostenible y resuelve una duda: tampoco un nuevo Carlos V regirá los destinos de España y el Sacro Imperio, como podían temer Francia, Holanda o Inglaterra, pues el candidato, por otra pirueta de la Historia, ha sido proclamado emperador tras las muertes de su padre, Leopoldo I, y de su hermano, José I. Finalmente, el káiser Carlos VI renuncia a ser Carlos III de España con el Tratado de Radstadt.

La partida en el gran tablero ha terminado. No así la que se ha venido jugando en el pequeño y que tanto ha complicado la situación. Aragón ya capituló  pero la Junta de Brazos de las Cortes, establecida en Barcelona, y las Baleares, todas desconocedoras de la renuncia, no. El Duque de Pópoli bloquea Barcelona por mar y el Duque de Berwick, mariscal de Francia, la rinde por tierra el 11 de septiembre de 1714. En ese asalto resulta herido el conseller en cap del Consejo de Ciento, Rafael Casanova, estandarte de Santa Eulalia en alto, que se hace el muerto, huye y esconde hasta ser indultado años después. A él se brinda la ofrenda floral de la Diada, bucle melancólico de una derrota.

Triste balance final: todos perdimos. Francia perdió Niza, Acadia, San Cristóbal de Antillas, la bahía de Hudson y Terranova. España perdió Gibraltar, Menorca, Nápoles, Cerdeña, Milán y Países Bajos católicos, cediendo privilegios económicos en favor de los aliados austracistas. Y Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares perdieron todo ello y además sus fueros.

¿Lecciones? Hoy también perderíamos todos.