domingo, 24 de abril de 2016

Baraja de castigo: Silvia y Tulio, hermanos de cine



Silvia Pinal y Arturo de Córdova en Un extraño en la escalera


A los dos: a mi padre y a mi madrina
Soy cronista de una memoria ajena y mía. Memoria, al fin y al cabo, siempre fabuladora. Cuando mi padre, el director de cine argentino Tulio Demicheli se vio obligado al “exilio voluntario”, allá por el año 1954, pues el peronismo le había puesto la tapa del ataúd profesional, viajó a México y semanas después lo harían mi madre, Marie-Jo Tarpín, y su hijo, mi hermano Richard Walker. Para entonces, mi padre ya se había presentado al importante productor mexicano Gregorio Walerstein buscando trabajo.

A mí me contó así la escena:

Cómo no, le conozco muy bien: usted escribe importantes guiones y dirige películas de gran éxito popular y de crítica en Argentina.

Acto seguido le puso en las manos las llaves de un coche y además le regaló una estupenda cámara Bolex de 16 mm, y concluyó:

–A cambio, yo seré siempre el productor que menos le pague.

Estaba contratado, pero no podía dirigir en México por causa de la regulación sindical de la época, así que había que pensar en Cuba.

Su primera película en La Habana fue Más fuerte que el amor, protagonizada por el galán español Jorge Mistral y la maravillosa pero desdichada actriz checa Miroslava Stern, quien sería amiga íntima de la familia hasta su triste final, un quién sabe si supuesto suicidio, pues en vísperas cenó o comió en casa, cosa frecuente. Hasta Richard, que era un niño y que la vio aquel día o aquella noche, hoy duda de que fuera tal, pues fue muy cariñosa y afable con él, como mis padres, que siempre lo dudaron:

–Nunca lo entendimos, estaba muy animada: le habían hecho una gran oferta en Hollywood– me contó Tulio 1.

La segunda película iba a ser Un extraño en la escalera, adaptación de una pieza teatral del exitoso dramaturgo y guionista húngaro Ladislas Fodor. Walerstein había apostado por la italiana Silvana Pampanini, una exuberante diva de la comedia erótica de aquellos años, para protagonizar la película con Arturo de Córdova .

        Sin embargo, Tulio se había encandilado con una actriz a la que había visto, recién llegado, en una película de Cantinflas –creo que El portero –, una cinta algo añosa, como así ocurría en la programación de los cines al descubierto de Acapulco. Aunque ya había trabajado con Pedro Infante y con Germán Valdés Tin-Tan en varios filmes y alcanzado notoriedad, pues había conseguido el premio Ariel para actriz de reparto por Un rincón cerca del cielo, Silvia nunca antes había señoreado la marquesina. A Walerstein aquella proposición le pareció impúdica: un valor cierto aún por demostrar, frente a la Pampanini, que arrastraba a las salas a multitudes en Italia, Europa e Iberoamérica. Pero accedió a que le hicieran una prueba, que mi padre no podría supervisar, pues estaba en La Habana.

Algunos días más tarde, Walerstein le envía un telegrama, cuyo texto pudo decir: “Prueba Pinal desastre”. Al parecer, Silvia, al verse frente al galán estrella, un Arturo de Córdova ya madurito (como así lo eran en todo el mundo los grandes protagonistas masculinos), se había o le habían puesto muy nerviosa ante la cámara. Y le envió las tomas. Tras verlas, mi padre respondió a aquel telegrama con otro, muy lacónico: “Silvia es Laura”. Puede que se cruzaran más mensajes, pero su terquedad casi tucumana venció y Walerstein no se arrepentiría aunque, eso sí, su último cablegrama sólo decía: “Contratada bajo su responsabilidad”, lo cual significaba que, si Tulio se equivocaba, a lo mejor dirigiría sus próximas películas en Groenlandia.

La cinta se rodó en La Habana y Varadero, con especial predilección por los escenarios interiores y exteriores naturales, algo que estaba en la naturaleza de un pionero neorrealista del cine latino (Arrabalera, Vivir un instante, Sala de guardia. Dock Sud), no un neorrealista ideológico, a la manera de Rossellini, sino humano y sentimental, como De Sica: pueblo, sonrisa y lágrima. Así lo había hecho en Argentina: historias cuanto más cercanas, mejor: crónica popular, comedia musical, intriga, melodrama, y salir a la calle sin back projection, abrir las puertas y en lo posible entrar en casas de verdad.

(No era fácil ventilar las películas al aire libre o interiores naturales en aquel tiempo, menos por razones económicas y más por razones técnicas y mecánicas: las cámaras eran mastodontes, sobre todo si había que blindarlas para el sonido directo; cámaras que había que desplazar sobre rieles o con voluminosas grúas. Además, la poca sensibilidad del material fotográfico y el uso de filtros que aún la disminuían más, obligaba a una luminotecnia aparatosa que sólo se lograba en interiores abatibles o desde el techo; es decir, en decorados construidos en estudio. Filmar en un set era más sencillo y barato: las películas se hacían en cuatro o cinco semanas 2.)



 A Silvia y a Arturo les arroparon en aquella película dos grandes actores: José María Linares Rivas y Andrés Soler, así como un estupendo director de fotografía: Jack Draper. El rodaje fue como la seda. Es una narración con una puesta en escena y en imagen muy dinámica, en la línea de lo que se llama cámara invisible (no hay cosa peor que un espectador piense: “Qué bonito plano, qué linda música”), al servicio de un relato tórrido, al borde del cine negro, hilvanado por una voz narradora omnipresente y que utiliza de manera enervante elementos dramáticos escénicos: los ventiladores de aspa en el techo, el machaqueo inmisericorde de las perforadoras de una obra próxima a la oficina donde transcurre el drama, en sueños, las persianillas y sus claroscuros, el calor húmedo y agobiante del trópico, cabarés y casinos…  Un triángulo compuesto por un empresario déspota y cínico, el gerente de confianza siempre despechado y una secretaria despampanante, seductora, simpática, manipuladora, cuya anatomía muchas veces se ceñía con una camiseta muy entallada (que causaría furor) y que conducirá a un complot criminal. Quizá sea una de las primeras películas hispanoamericanas que muestran un desnudo, aunque sea de espalda y a lo lejos, en la playa.

Un triángulo que se ve alterado por un misterioso personaje: el “extraño” que da título a la cinta. Aquí está el defecto de una obra casi redonda. Si el “extraño en la escalera” en vez de ser un ángel vendedor de enciclopedias, vaya por Dios, hubiera sido un demonio, el final habría resultado algo más sorprendente que una boda y el desistimiento de un crimen. Un demonio bueno que habría abocado a la pareja protagonista a la peor de las condenas: el matrimonio. Pero, en fin, qué le vamos a hacer, son las servidumbres de la época y sus finales postizos (a los que todos los guionistas y directores tenían que someterse, incluso Buñuel, como en Susana, demonio y carne).

Quizá, de haberse tramado un final menos moralista, la película hubiera destacado aún más en el Festival de Cannes (hasta el crítico y cineasta griego Ado Kyrou comentó su proyección, aunque para decir que era surrealismo involuntario, lo cual habría cambiado con otro desenlace). A mi padre, todo hay que decirlo, no le salían bien los finales, quizá porque los precipitaba cuando había mimado el desarrollo. Pero nunca caía en el esteticismo, buscaba el ritmo, que da al cine su naturaleza hipnótica. 
       
La película barrió en taquilla lo mismo en México que en toda Iberoamérica y en España. Silvia, que había rendido su doctorado actoral cum laude, me confesó una vez que se había dado cuenta de que era una estrella cuando vio, si mal no recuerdo en Lima durante una gira, un enorme afiche suyo con la gloriosa camiseta.

Y así fue: había nacido una estrella.

Por supuesto, a partir de ahí Silvia fue muchísimo más importante que Tulio, pero inseparables. En total, hicieron diez películas juntos entre 1955 y 1959. Mi padre recordaba especialmente algunas: Locura pasional, quizá por ser la primera que pudo filmar en la Ciudad de México y porque Silvia obtuvo el Ariel a la mejor actriz; Préstame tu cuerpo, La adúltera, y la arrolladora comedia loca Desnúdate Lucrecia, en cuyo rodaje se divirtieron como niños en Acapulco, tanto como el público en las salas. “El cine es una sala llena de gente”, decía Hitchcock, algo que mi padre traducía con dos sentencias estoicas: “Tanto das, tanto vales” pero “es una novia que siempre te deja”. Sin embargo, recordaba Una golfa por lo contrario: “Ésa no fue entendida y era buena” –así se quejaba él– y los dos habían puesto en esa cinta otro tipo de esperanza, nunca he sabido por qué, quizá sólo Gabriel Figueroa.

Todas estas películas certificaron el acierto de una entrañable y prodigiosa alianza profesional.



Luego, Charlestón, realizada tras Las locuras de Bárbara, fue otra cosa: España, el segundo paso del mutuo asalto a Europa, donde Tulio había aterrizado después de hacer un sonado melodrama religioso –él, que era ateo perfecto, y no por la gracia de Dios, sino por la de Walerstein: La herida luminosa, con Arturo de Córdova, Amparo Rivelles y José María Rodero (obra de teatro de Josep María de Sagarra que se programaba en Semana Santa y en la que Rodero fue pasando de interpretar el papel de joven seminarista al de su padre, el médico agnóstico y adúltero justificado, con el paso de los años). 

Cuando Tulio murió el 25 de mayo de 1992, Guillermo Cabrera Infante, a quien le unía una gran amistad que yo heredé, escribió en ABC que Charlestón era la única comedia musical de éxito que se había hecho en el cine de nuestra lengua. En fin, Silvia pudo ver a mi padre días antes de su último viaje a España, en Buenos Aires allí conoció a su primera mujer: la prodigiosa artista cubana Amelita Vargas, la Reina del Mambo–, y enseguida vino a Madrid, donde fuimos con nuestra querida amiga Isa Ferreiro a ponerle flores en su tumba. Tan reciente, que aún no tenía lápida escrita. Así es Silvia, siempre está.

Y es que la alianza profesional además escondía una gran hermandad en lo humano y personal. Mi hermano Richard decía: “Pueden acostarse juntos como hermanos”. Y así era. Siempre fueron hermanos de cine.

A finales de la década de los 70, cuando mi padre volvió a México y yo con él, podíamos reunirnos en su casa del Pedregal o en la de Acapulco, a mitad de una colina de vista portentosa, además de Sylvia Pasquel, hija del primer matrimonio de la actriz con Rafael Banquells y madre de Stephanie Salas; Viridiana, hija del segundo matrimonio con el empresario Gustavo Alatriste, actriz trágica y prematuramente desaparecida; los pequeños Alejandra y Luis Enrique, hijos de su tercer matrimonio con Enrique Guzmán, hoy artistas importantes; otros tres Tulios: Tulio grande, o el Chesito, como cariñosamente llamaban a mi padre sus viejos amigos; Tulio Hernández, el cuarto marido de Silvia, gobernador de Tlaxcala; y Tulio chico, el Buby (su ahijado, pero no de bautismo, pues me cristianaron a los ocho años en Madrid, sino porque Silvia y Enrique Rodríguez –quizá uno de los grandes amores de su vida, fallecido en un accidente cuando viajaba en su avioneta hacia Acapulco– se presentaron como testigos en el juzgado para registrar mi nacimiento). Es curioso encontrarse a un Tulio en la vida, por lo raro del nombre, pero aquí estaba una trinidad estadísticamente imposible.

Puede que Dolores del Río o María Félix hayan tenido mayor proyección internacional, pero a su lado fueron estrellas muy limitadas: Silvia Pinal es la mujer más extraordinaria que ha dado el mundo del espectáculo mexicano en el siglo XX, entre otras cosas, porque además de un mito erótico con el que han soñado millones de espectadores y también de sus innegables virtudes artísticas como actriz, ha sido una incansable productora de cine, teatro y televisión, capaz, incluso, de emprender aventuras como Viridiana, El ángel exterminador o Simón del desierto (sólo protagonizó la primera, pues en la segunda compartía un reparto coral y en la tercera apenas hizo una aparición colosal), absolutamente fuera del comercio y la ganancia asegurados, sólo por la gloria que da el arte.   

Y la Pinal ha tocado todos los palos.

Brilla en la comedia, lo más difícil, pues resulta más sencillo hacer llorar, aunque también domina el territorio del melodrama. Y en ambos casos, sus interpretaciones siempre están ajustadas. Cuando toca la peripecia desmadrada, se desliza por el filo de la navaja y chisporrotea ingenuidad y travesura. En la comedia dramática o romántica es coqueta o manipuladora pero generosa, regala un guiño o un mohín con naturalidad y a veces, con malicia. Cuando toca sufrir, se contiene y con su mirada entramos en las costuras y las heridas. A la hora del musical, canta y baila con solvencia, sensualidad, añadiendo picardía al hechizo. Cuando toca un papel de hondura sugiere, con delicadeza, misterios, intimidades, dudas y emociones.

Siempre con su voz inconfundible.



 
 Notas

Una versión algo más breve de este texto, que formará parte de Baraja de castigo, se acaba de publicar en la revista Letras Libres, para rendir homenaje a Silvia Pinal después de la publicación de su libro Esta soy yo por la editorial Porrúa de México DF.

1 Miroslava es un enigma irresoluble e inquietante, quizá vinculado no sólo con la psiquiatría –su fragilidad emocional era sísmica y catastrófica– sino con la guerra fría, y en mi casa siempre hubo debilidad por los comunistas. Hay quien supone que era agente de Moscú y de hecho le habían prohibido la entrada en España por espía, contratiempo que arregló Luis Miguel Dominguín, avalándola ante Franco.
Vivieron un gran romance.
Hay quien dice que su desengaño por la boda de Dominguín con Lucía Bosé es puro cuento; y que se trató de ocultar que había muerto con su nuevo amante, un empresario millonario, cuando se estrellaron en su avión privado y sólo era decente identificar a seis de los siete cadáveres.
Hay quien dice que al día siguiente, el 9 de marzo de 1955, fraguaron un falso escenario para su muerte, pero la versión pública es que Miroslava apareció inánime en su cuarto con el retrato del torero entre las manos, obras de García Lorca muy cerca, barbitúricos y tres, sí, hasta tres cartas de suicidio. Y con una, basta. Sólo la rumbera cubana Ninón Sevilla, amiga queridísima de la actriz, afirma saber la verdad, un secreto que se llevó a la tumba. 
          Por su parte, Silvia Pinal cuenta en Esta soy yo que “se hizo una pequeña reunión en casa de Tulio Demicheli para pedir mi mano. Algunos de los invitados fueron Octavio Paz y Miroslava, a quien, por cierto, notaron triste, melancólica y deprimida; nadie imaginó que era la última noche en que la verían con vida. Al día siguiente nos enteramos de su suicidio. Fue una noticia que nos dejó impresionados, era una muchacha linda, guapa, y con una buena carrera en el cine.”
         ¿Suposiciones? A todos nos gustan las teorías conspirativas. Y yo –que no la conocí porque aún no había nacido– prefiero la primera: guapa espía del Telón de Acero –aunque sea inverosímil.

2 La movilidad moderna se instalaría en el cine durante los años sesenta con la Nouvelle Vague y el Free Cinema, gracias a las pequeñas cámaras Arriflex, de origen periodístico, y a la utilización de material fotográfico más sensible, como el Tri X, en blanco y negro, cuando Hollywood no pudo soportar el cine de estudio por las delirantes imposiciones sindicales, y la Meca se trasladó no a Londres o a París sino a Roma. Y aun así, rodar siempre en escenarios naturales no fue lo normal hasta mediados los 60, en color o blanco y negro.


Filmografía conjunta

1955
Un extraño en la escalera, con Arturo de Córdova, Linares Rivas y Andrés Soler. Adaptación de TD de una obra teatral de Ladislas Fodor. Producida por Gregorio Walerstein. Fotografía de Jack Draper. Música de Antonio Díaz Conde. Director de arte Luis Moya. Montaje de Rafael Ceballos.  

1956
Locura pasional, con Carlos López Moctezuma, adaptación de TD de La sonata a Kreutzer de León Tolstoi. Producida por José de Vega. Fotografía de Ignacio Torres. Música de Juan García Esquivel. Director de arte Francisco Marco Chillet. Montaje de Rafael Ceballos.

La adúltera, con Ana Luisa Peluffo, Víctor Junco y Alberto de Mendoza. Guión de TD. Producida por Jorge Vidal. Fotografía de Jack Draper. Música de Gustavo César Carrión. Director de arte Jorge Fernández. Montaje de Rafael Ceballos.

1957
Dios no lo quiera, con Adolfo Warry Barrón. Adaptación de una obra de Samuel Eichelbaum de TD y Alfredo Varela. Producida por Emilio Tuero. Fotografía de José Ortiz Ramos. Música de Gonzalo Curiel. Director de arte Edward Fitzgerald. Montaje Carlos Savage.

1958
Desnúdate Lucrecia, con Alfonso Charpenel y Gustavo Rojo. Adaptación de una obra de Julio Amussen de TD y Alfredo Varela. Producida por Emilio Tuero. Fotografía de Agustín Jiménez. Música de Gonzalo Curiel. Director de arte Gunther Gerszo. Montaje de Carlos Savage.

Una golfa, con Sergio Bustamatne y Carlos López Moctezuma. Guión de TD, Sixto Pondal Ríos y Alfredo Varela. Producida por Emilio Tuero. Fotografía de Gabriel Figueroa. Director de arte Gunther Gerszo. Música de Gonzalo Curiel. Montaje de Carlos Savage y Pedro Velázquez.

Préstame tu cuerpo, con Manolo Fábregas, Lupe Carriles, Elena Contla y Mauricio Garcés. Guión de Alfredo Varela. Producida por Emilio Tuero. Fotografía de Agustín Martínez Solares. Director de arte Jesús Bracho. Música de Gonzalo Curiel. Montaje de Carlos Savage.

El hombre que me gusta, con Arturo de Córdova y Prudencia Grifell. Guión de TD  y Julio Porter. Producida por Sergio Kogan. Fotografía de Agustín Martínez Solares. Dirección de arte Gunther Gerszo. Música de Raúl Lavista. Montaje de Jorge Bustos.

1959
Las locuras de Bárbara, con Dolores Bremón, Marta Padován, Antonio Casal, Juan Calvo y Rubén Rojo. Guión de TD, Miguel Cussó y Julio Porter. Fotografía de Federico G. Larraya. Música de José Casas Augé y Angelo Francesco Lavignino. Director de arte Juan Alberto Sorel. Montaje de Juan Luis Oliver.

Charlestón, con Alberto Closas, Lina Canalejas y Pastor Serrador. Adaptación de una obra de Carlos Arniches y Joaquín Abati de TD, Miguel Cussó y Joaquín Montañola. Producida por Francisco Balcázar y Gonzalo Elvira. Fotografía de Antonio L. Ballesteros. Música de Juan Durán Alemany. Montaje de Juan Soler.