domingo, 15 de septiembre de 2013

Baraja de castigo - Capítulo IV (fragmento)


Iríbar no puede con Amancio (años 60)

Madrid, otoño de 1964

(...)

Aquel domingo también jugaban el Real Madrid y el Barcelona. Entre nosotros era motivo de alta tensión. Mi hermano forofo del Barça, mi padre fiel al Madrid y yo, es claro, como él, aunque nunca me haya gustado el fútbol por culpa de los dos. Pero, ¿cómo podía seguir, el muy insensato, a ese equipo que aún tardará décadas en ganar una simple Copa de Europa, aunque ya hubiera sido finalista en 1961? No, nadie suponga que lo hizo por verdadera pasión culé, sino porque al aterrizar en España, meses después que mis padres y yo (él acabó su curso escolar en un internado de Cuernavaca), para alegrarle tan dura mudanza (en México dejaba grandes amigos y parientes postizos) le trajo al Bernabéu a disfrutar de su primer gran Derby. Entonces ocurrió algo mágico o alquímico: aquel equipo del que apenas había oído hablar vestía el mismo uniforme que el Atlante: ¡camiseta de rayas azul y grana sobre pantalón azul! Y mi hermano había sido devoto suyo desde 1952, cuando la familia se exilió en el Distrito Federal, quizá porque hubiese ganado su Liga el año anterior:

–Nomás yo le voy al Barcelona­ –dijo y se quedó tan pancho por ser, además, el gran contreras.

Tenía trece años, ahora casi cumplía diecinueve, ya sobrepasaba el metro ochenta y era un muchacho corpulento, diez años mayor que yo. Cuando nos quedábamos a solas, me preguntaba en tono amenazante:

–Y ahora… ¿de qué equipo eres, pinche enano mamón?

Es verdad que tampoco me hubiera interesado mucho el fútbol sin tales presiones, para mayor disgusto de mi padre, gran aficionado, amigo de Alfredo Di Stéfano, desde que me llevó por primera vez al estadio, cumplidos los seis años, y no miré hacia el campo en todo el encuentro, porque sólo me impresionaba el inmenso graderío abarrotado de gente sentada y de pie.

–¡Mira, el partido se juega ahí, abajo, sobre el césped que es verde! ­–él señalaba la cancha y yo erre que erre, hipnotizado por la multitud.

 Siempre que podía me llevaba a los eriales que flanqueaban la autopista entre la Avenida de América y Barajas con algunos amiguitos para echar unos balonazos y yo casi nunca atinaba. Luego nos convidaba a merendar en la terraza de la cafetería del aeropuerto, bajo la antigua torre de control, y veíamos despegar o aterrizar modernos aviones comerciales de “propulsión a chorro”, así se llamaba aún a los reactores, como los norteamericanos Boeing 707, 727 y McDonnell Douglas DC8 de la TWA y la Pan Am, los peligrosos Caravelle de Air France, modelos que asimismo nutrían, algunos, la flota de Iberia; o el británico Havilland Comet 4 de la BOAC y la BEA, junto a los que todavía impulsaban motores de hélice: algún DC7 pasado de moda, los más recientes Fokker 27 y otros que ya no recuerdo ni identifico. Aquel aeropuerto hoy nos parecería un coqueto apeadero de aviones en mitad de una vaguada.   

La verdad es que yo sólo les acompañaba al Bernabeú cuando jugaban el Madrid y el Barcelona por si había goleada, es claro: del Madrid, para luego mortificar a mi hermano como pequeña venganza. Sobre todo si había testigos, como era el caso, pues todos los domingos el tío Hugo almorzaba en familia con nosotros. Hacía una tarde soleada pese a la estación, y algo fresca, eso sí, unos trece grados al descubierto, pues en nuestra infancia el otoño era otoño y el invierno, invierno, ya saben: viento, lluvia, frío… y sabañones.

Horas antes de que el árbitro, el navarro Zariquiegui Izco, pitara el comienzo del partido, desde la terraza principal de nuestro piso, que asomaba al estadio, ya se avistaban columnas de hinchas, pocas mujeres, bastantes niños y jóvenes, los hombres con botas de vino, algunos sombreros de ala y muchas boinas; todos acarreando bocadillos envueltos en papel de estraza o viejos periódicos en los bolsos de sus abrigos, al tiempo que agitaban bufandas, en su mayoría merengues, pero también azulgranas, respetándose, todavía, unas peñas a otras, aunque se retaran con himnos y estribillos, pues guardaban cierta distancia como civilizada tierra de nadie, mientras descendían con gran alboroto por General Perón hacia la Plaza de Lima, desde Juan de Olías, cuello de botella que conectaba con el metro por la estación de Estrecho en la vecina Bravo Murillo. A medida que la hora se acercaba, oleadas de motos, coches y más motos y coches aparcaban donde podían y aún se apeaba más público de los tranvías y autobuses de las líneas 74 y 27, respectivamente, los cuales transitaban repletos de gente a lo largo de la Avenida del Generalísimo y sus playas laterales.

Hoy hay que recordarlo, sobre todo, porque han cambiado las tornas: el Barça no atravesaba una buena racha en la Liga por aquellos tiempos. El año anterior había quedado sexto y el Madrid ahora corría a encadenar la quinta victoria con esta temporada y aspiraba, aunque eso no se cumpliría hasta 1966 frente al Partizan de Belgrado, a la sexta Copa de Europa, pues ya la había alzado cinco veces consecutivas entre 1956 y 1960, siendo subcampeón los años 1962 y 1964.

Este 8 de noviembre, cuando iba a disputarse la novena jornada de Primera División, el Barcelona ocupaba un discreto séptimo puesto de la clasificación general con ocho puntos. Por su parte, los merengues se situaban en el tercero de la tabla a sólo tres del líder: un potente Atlético de Madrid, cuando los colchoneros aún jugaban en el Metropolitano, presididos por don Vicente Calderón, estadio situado cerca de Reina Vitoria, en la actual Plaza de la Ciudad de Viena, entre las calles Beatriz de Bobadilla, Santiago Rusiñol y la Avenida de Juan XXIII, antes de inaugurarse en 1966 el campo del Manzanares.  

Aquel domingo no jugaba Alfredo Di Stéfano, ésta sería su última temporada en la escuadra blanca, pues concluiría su carrera en el Club Deportivo Español dos años después. El Bernabéu aguarda al 7 de junio de 1967 para tributarle un partido homenaje frente al Celtic de Glasgow. El templo en pie le dedicará una ovación conmovedora, interminable, cuando se desprenda, justo en el minuto trece del partido, del brazalete de capitán del equipo y lo entregue a quien será su sucesor: Ramón Moreno Grosso.

En fin, ahora saltaban al terreno de juego, cuyo césped estaba en muy buenas condiciones porque aquella semana la lluvia había descansado, Betancor, Miera, Santamaría, Pachín, Müller, Zoco, Serena, Amancio, Grosso, Martínez y Gento, por los anfitriones; y Sadurní, Benitez, Olivella, Gracia, Vergés, Torrent, Pereda, Rifé, Re, Fusté y Seminario, por los visitantes.  Cerca de ochenta y cinco mil espectadores ocupaban las gradas, los más de pie, una buena entrada, no apoteósica, si se piensa que allí podían concentrase hasta ciento veinticinco cinco mil –mayor aforo tras el Estadio de Wembley– pues clareaba el segundo anfiteatro del fondo Norte. Mi padre había conseguido unas estupendas localidades junto a la tribuna presidencial, cerca de una salida y casi a ras de calle, aunque eran bastante caras, pero se estiraba de lo lindo cuando yo les acompañaba, porque tenía pánico a que me ocurriera algo si se producía alguna avalancha en los vomitorios al evacuarse el estadio. Cuando de mí se trataba, siempre, siempre tenía alguna razón para tener miedo de cualquier cosa. No lo podía remediar y a mí eso me alteraba los nervios.

  El árbitro lidió fácilmente con las fieras, porque fue un encuentro noble, demasiado blando para el gusto de los más aficionados y de los críticos, como el gran Gilera padre, cronista de ABC, siempre ávidos de emociones al límite. La defensa culé se dedicó a provocar numerosos fuera de juego y hasta en cinco ocasiones alzaron el banderín los linieres, pues pugnó en línea de corrimiento para descolocar a los delanteros y mediocampistas merengues. A pesar de esas tretas, durante el primer tiempo el dominio madridista fue indiscutible y rentable. Una combinación rápida y en corto entre Grosso y Amancio Amaro Varela, justo por el centro, que este último remató con un potente trallazo –el guardameta Salvador Sadurní apenas pudo desviar unos centímetros la fatal trayectoria del esférico– se cobró el primer tanto a los dieciséis minutos del partido. Mi padre, el tío Hugo y yo saltamos movidos por el mismo resorte que la hinchada madridista, gritando:

–¡Gol! ¡Gool! ¡Goool! –uno tras otro.     

A mi hermano se le torció el gesto, pero no perdió la esperanza, ni siquiera cuando otra velocísima y profunda incursión del portentoso delantero coruñés, que ni un fuerte agarrón del zaguero Martín Vergés pudo atajar, batió de nuevo al portero azulgrana, exactamente un cuarto de hora más tarde, aunque Sadurní hubiera salido de puerta para cubrir el espacio, intentando así evitar, con gran arrojo, que Amancio coronara otro disparo sibilino que casi engaña a la red:     
  
–¡Goooooool! –rugió la marabunta.

Fue una jugada extraordinaria. Nos intercambiamos algunas sonrisitas y miradas de cachondeo, mientras Richard se mordía las uñas, molesto y humillado, aunque no perdía la esperanza: todavía restaba un largo segundo tiempo.

Acudimos al bar durante el descanso. Allí mi padre y el tío Hugo se encontraron con unos viejos conocidos muy apreciados: el actor Armando Comas, acompañado de su  elegante esposa, Magdalena Martín; el compositor, arreglista y director orquestal Aurelio de Alcaraz, autor de grandes hits populares y estrella de la televisión española; y  Venancio Parra y Tagores, personaje harto conocido en medios artísticos, de quien nadie sabía si también era abogado, como él aseguraba, si vivía de enviar crónicas deportivas y del mundo del espectáculo a los diarios hispanoamericanos; o si lo hacía gracias a algunos servicios especiales que le prestaba al gran productor y distribuidor español de la época Cesáreo González. No tuvieron tiempo de intercambiar muchas frases, se saludaron cordialmente, hicieron algún comentario sobre el emocionante partido, pero antes de volver a sus localidades, Malena –así la llamaban todos–  les invitó a jugar aquella misma noche una liviana partida de póquer en su casa.

Volvimos a nuestros asientos. La presión madridista se relajó ya desde el comienzo del segundo tiempo, sin grandes jugadas de alcance, algo que advirtieron los siempre aviesos culés, quienes recuperaron algo de ritmo, empuje y coraje. Entonces, se produjo un saque de córner, que sirve el burgalés Chus Pereda, y el delantero paraguayo Cayetano Re, que este año iba a consagrarse con el trofeo Pichichi, aprovecha ese balón volante en un claro despiste de la defensa blanca, remata y le cuela la pelota al canario Antonio Betancor en el minuto veintiuno. Ahora sí, mi hermano brinca sobre su almohadilla y ya de pie sobre ella, todo lo largo que es, alza los brazos, cierra los puños y vocea a todo pulmón:

­–¡Gol! ¡Gool! ¡Goooool! ­–casi a solas.

Todos a nuestro alrededor lo miraron, podría pasar cualquier cosa, mi padre le tira del chaquetón, él vuelve a sentarse y se comporta. En fin, la esperanza será lo último que pierda. Pero los merengues reaccionan, sólo ocho minutos después un centro en diagonal y por alto del alemán Gerd Müller, que Amancio conecta de cabeza con impulso y cambio de trayectoria, entra de lleno por el arco de Sadurní. Ahora sí:

  ­–¡Gooooooool! ­–por el tercero de su gran delantero.

El Barcelona saca de centro, alicorto y abatido enseguida pierde la pelota y el Madrid –al que todo le sabe a poco, pues lleva años intratable– contraataca sin piedad ni oposición, para que el gato Fernando Serena sentencie, sólo dos minutos más tarde, un partido de goleada: cuatro a uno.

Retumba el estadio.

A partir de ese momento, el Barça ya no se repondrá. Cuando Zariquiegui Izco señaló el final del encuentro, el Bernabéu despedirá a su equipo, ahora en segunda posición de la Liga y a un punto del Atleti, vitoreando a Amancio, héroe de la jornada por sus tres goles rotundos como tres soles. Aunque, y todo hay que decirlo, aquella temporada también se saldó con otra goleada igualmente sonora. El Benfica de la Pantera de Mozambique, Eusébio da Silva Ferreira, no menos intratable, le endosó al Madrid cinco a uno en los cuartos de final de la Copa de Europa. Blanda le sea.
        
Para mí, que por entonces sólo contaba ocho años, ciento cincuenta y cinco días y once horas, por ser algo más de las siete de la tarde, la fiesta aún no había acabado. ¿Quién no recuerda con alegre gravedad la vuelta a casa, haciendo escala en algún bar de Marceliano Santamaría para compartir con los mayores este rito viril, que lo es de iniciación, pues te permitían tomar una caña o un botellín de cerveza, escuchar chistes verdes, decir alguna palabrota –no muy malsonante, claro– mientras se comentaban los mejores lances del partido… algo impensable en nuestras mesas?

(...)

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