jueves, 11 de abril de 2013

Baraja de castigo - Capítulo III



Buenos Aires, otoño de 1985

Tres meses después de aquella vertiginosa e impertinente irrupción del pasado, ya superadas las fiestas navideñas y el agobiante e insufrible ferragosto porteño, un viejo actor que había trabajado en Apenas un delincuente (1949) le dio a mi padre una pista veraz sobre el tío Hugo:

–Creo que se hospeda en la Casa del Teatro.

Telefoneó.

–Sí, estuvo aquí, pero ya regresó a su casa–, respondieron.
–¿Dónde vive?
–En una isla del Tigre, con su sobrino.
–¡Hay centenares de islas en el Tigre…! ¿Cómo está?
–El viernes nos visita. Llame a esta hora y lo encontrará.

Al borde de los años 50, el cineasta joven más brillante de Argentina era él, el único que había puesto un pie en Los Ángeles y podía acariciar semejante sueño: ¡Hollywood!

Debió ser en 1937 o 1938 cuando los estudios Columbia Pictures le contrataron como asesor técnico de Way of a Gaucho, un proyecto de película “exótica” que, como otros de temática hispana, buscaba una mayor expansión de la compañía en Iberoamérica. No se llegó a realizar y nada tiene que ver con la cinta homónima que dirigió Jacques Tourneur, protagonizada por Gene Tierney y Rory Calhoun, y que se estrenó en 1952. El tío Hugo había plantado sus estudios de Economía en la Universidad de Columbia y probaba fortuna en Los Ángeles.

Por entonces, la industria norteamericana debía elegir entre Argentina o México para asegurarse todos los mercados continentales –(distribuyendo e, incluso, produciendo películas en español, o propias; reclutando directores y actores de esas naciones para el estrellato: primero lo fue Dolores del Río, mucho antes; ya luego María Félix y Arturo de Córdova, éste sin éxito; y el mismo Fregonese, unos años más tarde de ganarse la guerra, único cineasta argentino)– cuando llegara el día en que EE.UU se viera obligado a combatir contra Japón, Alemania e Italia.

Entonces, su máquina cinematográfica se volcará en el esfuerzo bélico, adonde también se destinaría gran parte de la celulosa, materia prima de bombas, pertrechos, papel… y celuloide. Los grandes estudios realizaron filmes muy familiares, comedias, melodramas, thrillers, musicales, westerns o hazañas bélicas, siempre con propaganda y bajo el Código Hays, cine para el consumo interno y el de los aliados anglófonos: Gran Bretaña, Canadá, Australia o Nueva Zelanda, pues había que motivar a la zarandeada población civil.

Tampoco podía desatenderse el suculento mercado hispano, neutral o no beligerante, cuyos públicos simpatizaban con la causa aliada, fueran cuales fuesen sus gobiernos, pues no la Francesa, sino la Revolución Americana alentó el corazón de sus proyectos de Independencia. Públicos cuyos sueños y deseos escapaban a las circunstancias de la gran guerra, tan próxima y tan lejana, allá en Asia y en Europa. Sueños y deseos que debían ser alimentados para garantizar la hegemonía hollywoodense.

México finalmente se llevó el gato al agua, y envuelto en doble saco: por haber declarado la guerra al Eje tras el hundimiento de unos mercantes y porque Argentina, si bien era neutral, estaba gobernada por militares de sintonía ítalo-germana, no por el sector anglófilo, y se había arrinconado a los civiles demócratas.

–¡Siempre lo mismo desde la defenestración de don Hipólito Yrigoyen: primero halcones o palomas, luego colorados y azules…! ¿Sabés?, Perón aprendió todas sus tretas cuando fue agregado militar en la embajada argentina de Roma. Copió la vía de acceso al poder de Mussolini, un tránsfuga socialista: populismo, demagogia obrerista, nacionalismo extremo bajo la especie cesarista: Perón, Perón, ¡qué grande sos! Mi general, ¡cuánto valés!... y sindicatos únicos; eso sí, aliando a grandes empresarios que serán monopolistas–, me explicaba mi padre aquel laberinto histórico inútilmente.

  Otro día el tío Hugo me contó que había aprendido inglés –cuando llegó a Nueva York, en 1935, no lo hablaba– encerrado en las salas de cine de sesión continua, donde veía las películas una y otra vez hasta que nada, absolutamente nada, se le escapaba:

–No hay mejor sistema para estudiar idiomas y para aprender a filmar–, me aconsejó, los dos en la terraza frente a la playa y su isla, balcón mediterráneo, aunque fuera un consejo mitad inútil, pues en aquella España un niño sólo podía escuchar cine doblado.

Hablaba un inglés coloquial riquísimo, algo asombroso en un extranjero, y como si nada: él pensaba en versión original y no escogía las palabras, pues le fluían así, sin más. El inglés era una obsesión de mi padre, quien hablaba un italiano correcto y bastante francés, pero sólo chapurreaba el inglés, aunque lo leía con dominio, eso sí, ya que era tenaz en el estudio. Mi hermano lo manejaba con la soltura de quien se ha formado con él desde niño, primero en un kindergarten de Belgrano y luego, en el Colegio Americano de México. Yo nunca logré dominarlo, justamente, por no haberlo tenido que usar de continuo en la escuela, pues en mi época sólo eran bilingües en Madrid el Instituto Británico, los liceos Francés e Italiano o el Colegio Alemán, cada cual en sus idiomas, y no de fácil acceso. Y ello, pese a la tortura de tener en casa clases particulares a diario, aunque la maestra fuera una adorable estudiante irlandesa, llamada Fiona, siempre pálida, muy pecosa y rubia rojiza, a quien le hice la vida poco llevadera.  

En fin, el joven Fregonese regresó un par de años después a Argentina. Tras realizar algún documental, comenzó su carrera en la industria asistiendo como primer ayudante a Lucas Demare, director culto y refinado, hombre de vena social, opositor al Régimen y fiel a la Unión Cívica Radical, a quien también le gustaban la épica y la acción. Así colaboró en el nacimiento de Artistas Argentinos Asociados, productora en la senda de United Artists, una cooperativa de directores, escritores y artistas cuyo proyecto inaugural iba a ser La guerra gaucha (1942), adaptación del relato de Leopoldo Lugones realizada por Homero Manzi y Ulises Petit de Murat. Obra maestra de la Edad de Oro del cine argentino cuyo rodaje hubo de ser pospuesto cuando Elías Alippi, uno de sus protagonistas y promotores, enfermó y murió de cáncer aquel año. Optaron por filmar, entretanto, El tío Hucha (1942), a partir de una pieza teatral de Carlos Damel y Camilo Darthés, guión escrito a toda marcha por Manzi y Petit de Murat, película menor, también protagonizada por los primeros actores Enrique Muiño y Francisco Petrone, acompañados de Ángel Magaña.

Ya en 1945 codirigía con Demare Pampa bárbara, drama y western de frontera, también escrito por Manzi y Petit de Murat, película de indios y soldados en la que pueden distinguirse la mano y las virtudes de los dos directores, que combinan una dramaturgia a la vez elegante y vitalista con un relato épico de corte trágico; filme en el que actuaron Petrone, Muiño como Narrador, y la seductora Luisa Vehil. Mucho más próxima al cine norteamericano que su antecedente, y menos literaria o retórica, Pampa bárbara no sólo cosechó un enorme éxito de taquilla sino que ha sobrevivido mejor al paso del tiempo –mucho mejor, incluso, que Savage Pampas (1966), fallido remake que Fregonese aún filmaría en España, producido por Jaime Prades para el ya periclitado Samuel Bronston, y que protagonizaron Robert Taylor (un Armand Duval muy cincuentón, penúltima película del galán de Greta Garbo e Ivanhoe); los televisivos Ron Rendall, Marc Lawrence, Ty Hardin; y nuestras amigas Rosenda Monteros y Laura Granados, entre otros artistas, como Julio Peña, Ángel del Pozo o José Nieto, con una vibrante música-fusión de Waldo de los Ríos… entre Maurice Jarre y Ennio Morricone: Lawrence de Arabia o La muerte tenía un precio en el aire. Tal pastiche fracasó. Era imposible un chimichurri-western, pues la pasta la amasaban y la cocían los italianos.
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Nunca supe exactamente cuándo y cómo se conocieron, tan sólo sé que sus vidas profesionales coincidieron cuatro años después. Para entonces, mi padre había desarrollado una meteórica carrera como argumentista, adaptador y guionista: 24 horas de la vida de una mujer (1944), La amarga verdad (1945) y Cuando en el cielo pasen lista (1945) para Carlos Borcosque. Allá en el setenta y tantos (1945) para Francisco Múgica. El pecado de Julia (1946), Celos (1946), La secta del trébol (1947) y La gata (1947) para Mario Soffici. Así como Dios se lo pague (1948) para Luis César Amadori, primera cinta argentina nominada al Oscar a la mejor película extranjera y que estuvo protagonizada por Zully Moreno, gran actriz y esposa del director, junto con Arturo de Córdova, quien recobraría la estrella de galán indiscutible del cine latino tras su desastroso aterrizaje en Hollywood. Un exaltado melodrama romántico que ha envejecido tanto como éxito obtuvo al estrenarse en España e Iberoamérica.

Después de filmar Donde mueren las palabras (1946), su opera prima en solitario, suerte de musical donde demostró una gran pericia técnica, el tío Hugo había vuelto fugazmente a Los Ángeles. Allí conoció a Faith Domergue, por entonces estrella de la RKO, con la que se casaría y tendría dos hijos: Diana Maria, nacida en Buenos Aires por enero de 1949; y John Anthony, dos años después, ya en Los Ángeles, a quien James Mason apadrinó.

Todo un carácter, como Katharine Hebpurn, fue la única actriz capaz de enfrentarse a Howard Hugues, oficialmente su prometido, a quien plantó en 1943 cuando supo que Lana Turner, Ava Gardner y Rita Hayworth lo frecuentaban, quizá entre otras… Como ella, fue leal consejera y mantuvo la amistad y su apoyo, aunque los avatares de Vendetta (1950) y Duelo en Silver Creek (1952), producciones de Hugues en las que encabezó reparto, terminaron por hartarla. Háganse idea: el rodaje de la primera –una adaptación de la novela Columba de Próspero Merimée– comenzó en 1946 y se prolongó casi dos años, pues “el Aviador” ponía, aleccionaba y sentenciaba directores, hasta cinco desfilaron con mayor o menor responsabilidad, aunque la firmó Mel Ferrer en solitario –quién sabe si de ahí le vino su fama de gafe prodigioso al cenizo, pero siempre envidiado futuro marido de Audrey Hepburn.

Aunque era película con un elenco sin oropeles de marquesina –la acompañaban George Dolenz, Donald Bulka y Joseph Calleja, hoy actores olvidados–, su presupuesto se disparó a cuatro millones de dólares, cifra estratosférica, y fue un rotundo fracaso de taquilla y público. A partir de entonces, su glamurosa carrera empezó a declinar. Había roto lazos con los grandes estudios y pasó de compartir cartel, por encima de Maureen O’Sullivan, con Robert Mitchum y Claude Rains en Donde habita el peligro (1950), a películas de vaqueros, de terror y ciencia ficción con galanes y presupuestos de tercera fila. Muy pronto la acogieron series clásicas de la televisión como “Cheyenne”, “Bronco Bill”,  “Perry Mason” o “Bonanza”.

En 1958 se divorció amistosamente del tío Hugo, aunque alegó crueldad mental para hacer el trámite con rapidez; y después emigró a Roma, donde tuvo alguna presencia en el cine italiano de los años sesenta y setenta. Residió algún tiempo en Ginebra, tuvo casa en Marbella, y escribió My life with Howard Hugues, sabroso memorial que publicó en 1972, antes de que el excéntrico magnate muriera en Houston tras años de reclusión en el paradisiaco hotel mexicano Acapulco Princess.

Cuando también falleció Paolo Cossa, su tercer y último marido, con quien vivió feliz casi treinta años, Faith Domergue –a quien la Warner y la agencia de Zeppo Marx habían descubierto en un instituto y bautizado como Faith Dorn para la pantalla, recuperando su apellido verdadero en la RKO– regresó a California para transcurrir en Santa Bárbara los últimos años de su existencia, más cerca de sus hijos, hasta decirles adiós el 4 de abril de 1999.

En fin, Diana María Fregonese nació en Buenos Aires entre los rodajes de De hombre a hombre, película algo impostada que no funcionó en taquilla, y Apenas un delincuente, las dos estrenadas en 1949; eso creo, pues su madre aparece en alguna secuencia de la segunda, quizás una bailarina, quizá perdiendo en la ruleta, no lo sé, tampoco consta en los títulos de crédito, aunque su presencia en la filmación causó revuelo entre los fans porteños, que la adoraban… Pues bien, a lo que íbamos: seguramente fue el crítico y escritor Israel Chas de Cruz, buen amigo, judío culto que tenía gran fe en mi padre y que firmaba el argumento junto con Fregonese, el que los acercó. Congeniaron fácilmente y no sólo realizó la adaptación final y el encuadre, o guión de rodaje, sino que además dio un vuelco al montaje de esta cinta memorable que le franquearía, por fin, las puertas de Hollywood a quien será su amigo más verdadero.

Quizá se trate de la mejor muestra de cine negro hispanoamericano de su época, un tiempo en el que las cámaras pisaban la calle sólo cuando resultaba imposible rodar una escena en estudio (aunque fuera de calle). Relata la agitada historia de José Morán, empleado de una inmobiliaria o una financiera, poco importa, tipo pretencioso, jugador y mujeriego, que sueña una vida regalada, mientras cobra alquileres y repasa libros de cuentas.

Morán, a quien encarna un arrogante Jorge Salcedo, abrumado por las deudas con su prestamista planea y comete un fraude porque éste, a diferencia del robo, sólo se pagaba con seis años de cárcel, fuera cual fuese la cantidad distraída: la Justicia, cuestión de clases, ha primado siempre a los delincuentes de cuello y puño blancos sobre los pelanas. Un buen negocio, quinientos mil pesos, o ciento sesenta y seis años de esfuerzo a 250 pesos por mes; pues sí, cómo no, mejor ahorrarse ciento sesenta de esos años y dejarlo sólo en seis a la sombra… Sin haber previsto que el problema iba a surgir precisamente ahí: en la sombra, donde inquietudes e intereses ingobernables, azuzados por el taimado Rossatto (Sebastián Chiola), un convicto sin escrúpulos, capitán de otros reclusos, lo empujan a la fuga mientras el alcaide y el fiscal vigilan y aguardan tan trágico error, pues le costará la vida. Pero nunca en la familia huérfana: una madre viuda y esforzada (Josefa Goldar), el hermano cumplidor y leal (Tito Alonso) y la novia decente (Linda Lorena), a los que su fechoría había convertido en proscritos, en gente señalada por su deshonra.

Fregonese mostró la trepidante urbe cosmopolita, capital modernísima, como no había sido rodada antes de día ni de noche; y sus calles, el cabaré, los arrabales, el Hipódromo de Palermo, el Casino de Mar del Plata o un cementerio de barcos en el Riachuelo aportan ese tono documental –tan propio del cine negro estadounidense– que hace verosímil una imprenta en la cárcel, una imprenta que imprimía diarios en un país enjaulado. 

Regresemos a 1985.

Aunque iba corto de tiempo, mi padre detuvo al taxista a mitad de ruta, le pagó lo que hubiera costado el trayecto completo para que el hombrecillo, que parecía fastidiado, no renegara en lunfardo, y se apeó en la plazoleta de Enrique Udaondo, junto al Parque Vicente López, muy cerca ya de Santa Fe. La tarde era soleada y cálida, como habría de ser aquel otoño, y ahora las sirenas anunciaban, a lo lejos, la segunda hora bruja de Buenos Aires, cuando bandadas de colegiales abandonan las aulas y alborotan, rumbo a casa, por parques y bulevares.

Ya era viernes, fin de semana.

Mientras caminaba, se distrajo con ese animado bullicio que le contagiaba algo de su gozo por vivir. Los más niños se correteaban unos a otros, algunos en patinetas, otros en patinetes, cargados con sus mochilas y carteras, entre gritos y risas. Los ya adolescentes revoloteaban, alborozados, ellos tras ellas y todos de uniforme: chaqueta con escudo y corbata, falditas plisadas y escocesas, algunos con gorra, muy británicos y algo picados de acné. Los más mayores se demoraban un buen rato en el parque o, si les alcanzaba la paga, merendaban un capuchino o refrescos y batidos con torta o alfajores de dulce de leche en alguna confitería, empezando a noviar con las chinitas.

Hora bruja porque las mujeres porteñas, ya desde muchachas, tienen fama de ser las más bellas del mundo, como las de Londres o Tel-Aviv, y por la misma razón: esa mezcla casi universal de procedencias, razas y culturas… –se dijo a sí mismo, tan convencido como nos lo decía a mi hermano y a mí cuando evocaba Buenos Aires desde el exilio.

De pronto, cesó en el ensueño: había llegado a la Casa del Teatro.

Pues le había proyectado su palacete en la calle Agüero, la gran soprano ligera Regina Pacini de Alvear –nacida en Lisboa, hija de barítono italiano, madre española y luego primera dama de Argentina– encargó a su arquitecto, Alejandro Virasoro, que diseñara gratis y supervisara la construcción de este espléndido edificio art decó de diez pisos sobre unos terrenos municipales en el corazón de Retiro: avenida Santa Fe al 1200, cuya cesión ella también había conseguido. Un teatro: el Regina, y un pequeño museo que alberga sus recuerdos más preciados –los de sus noches de gloria en los grandes escenarios de la ópera y el bel canto, y que ella donó al morir– así lo celebran aún a día de hoy.

Preguntó al conserje si ya había vuelto el tío Hugo del Tigre.

­­–Va y viene, señor, ya le dije que hoy tocaba. Suba, yo mismo les avisé y lo esperan.

Le obsequió una buena propina y cogió el ascensor hasta la séptima planta. Tuvo una sensación fronteriza entre el vértigo y el miedo, una vaga inquietud teñida de culpa: habían pasado quince años desde que se despidieran en Madrid –por Pascua de 1970– sin haberse vuelto a encontrar, ni haber tenido noticias desde entonces, pues nunca se escribían, más bien esperaban que un día sonara el teléfono o el timbre de la casa y se apareciera uno –o llamase el otro– para retomar el hilo de aquella conversación interrumpida por accidente.

Avanzó por el corredor, algunas puertas se entreabrían y, a su paso, sombras se asomaban, siluetas y ojos ancianos. Aquel era un asilo de figuras que antaño brillaron en la escena y otras artes: la música, el cine, la moda, la televisión, y que entonces se envidiaban, admiraban y odiaban por la fama, quizá, a partes iguales; y que hoy, devoradas por la ausencia de aplausos, ya fantasmas sin platea, eran solidarias en el olvido: tanto montan pobreza y soledad ocultas tras estas bambalinas.

Lucho, un sobrino de mediana edad que cuidaba de él, salió a recibirlo al pasillo. Luego, entraron en la habitación y todas las puertas volvieron a cerrarse.

Allí, sentado en un sillón orejero, un encorvado montón de piel y huesos casi irreconocible sujetaba, con manos temblorosas, un roído bastón entre las rodillas. Eso era cuanto quedaba de su viejo amigo: el anuncio de un cadáver en el que el aire entraba y escapaba a pesar suyo, los ojos muy abiertos, forzando la mirada para escudriñar al  intruso.

Mi padre, que intentaba sobreponerse a la primera impresión, aún estaba confuso y largó una pregunta boba:

–¿Te acordás de mí…? Soy yo…, ¿cómo estás?
–Ya lo ves, agonizando… Pero sí, ¡te reconocí!

Y se echaron a reír. Buena señal, pues su amistad siempre se había acompañado de un sinfín de bromas, albures y puyas, antes alegres, a veces pesadas, ahora teñidas de humor negro, aunque, para decir verdad, el pobre tío Hugo más que reír, arrugaba la cara.

Enseguida, Lucho y Arturo Ríos –un guionista y escritor que lo visitaba con frecuencia– salieron al pasillo en busca de aire, porque en la habitación no alcanzaba para todos. Ni entraba luz, pues no había ventana. Ambiente sombrío, el tubo fluorescente a veces parpadeaba desde el techo sobre la pared, gris perla, hace tiempo pintada al gotelé, sin crucifijo ni tallita de la Virgen, a Dios gracias. El placar, de madera humilde. Una mesa camilla con dos sillas. Sobre el estrecho camastro de muelles sin cabecera, la colcha, muy sobada; encima de la mesita de noche, un despertador de campana, las gafas de cerca, botes con pastillas para el corazón, el hígado y los sueños, una jarrita de agua y el vaso de duralex.

Intentaron conversar. Al tío Hugo las frases se le enredaban, murmullos deshilachándose entre los labios y la lengua:

–Gracias a mi sobrino, que si no… También él es pobre, pero no tanto… ­–guardó silencio, respiró hondo y suspiró con tristeza–: Ayudame, querido, se me durmieron las piernas… y tengo que dar unos pasos.

No intentó levantarse, él sólo no hubiese podido: esperó a que su amigo lo irguiera sobre los pies. Apenas si pesaba y la ropa le sobraba por todos lados. Siempre sostenido, caminó un poco, muy inseguro, luego se detuvo y sacudiendo la cabeza con rencor, murmuró entre dientes, alzando el bastón:

–¡Fueron unos hijos de puta!

Mi padre no ignoraba a quiénes iba dirigido el insulto, pero esquivó la conversación e intentó distraerlo:

–Tenés que ponerte bien y pronto. Comeremos una buena tira de asado, una chorizada…
–Ya ni eso, ni siquiera tengo hambre.

Pausa.

–¿Nunca dijiste la verdad?– insistió en el tema.
–Dejá de lado lo triste y pensemos en cosas que alegren.
–Claro… Ya se despertaron –dijo por las piernas– y puedo sentarme.

Lo acercó, dejó que se deslizara resbalando torpemente entre sus manos, y ahí quedó otra vez: desarbolado en el sillón, el blancor de los huesos transparentado por la piel.

–Debimos gritarles la verdad– susurró, entrecortado.
–¡Hugo, de saber que ibas a darle manija al asunto, no hubiera venido! Cuando te pongas bien, hablaremos.
–¿Cuándo me ponga bien? No seas boludo, ¡me queda poca cuerda! –Contrajo el rostro, tomó aliento–: Fuimos dos ¡bo-lu-dos!
 –¡Y dale! Ya nadie se acuerda.
–Yo sí. Es como una espina. ¡Jode y jode! Y no me la puedo sacar. Ríos me ayuda a ordenar mis memorias, ya terminamos Hollywood, empezamos con Italia y cuando lleguemos a Madrid, lo que no has querido contar vos, lo escribiré yo…

Silencio.

–¡Dijeron que estafamos millones, carajo! –ahora sí, bramó, rabioso.

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