domingo, 7 de octubre de 2012

Baraja de castigo - Capítulo I

Mallorca, 1960


Si el lector prefiere, puede considerar este libro como una obra de ficción. Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción deje caer alguna luz sobre las cosas que antes fueron narradas como hechos.
Ernest Hemingway, París era una fiesta


Madrid, invierno de 1969
Crecí sin raíces. Mi única familia presente la componían mi padre, exiliado de su tierra argentina desde finales de 1952; mi madre, apóstata de la suya desde 1947, que falleció trágica y prematuramente en 1962; y mi hermano, ni francés, ni chileno como su padre, pues compartimos sangre materna; ni español, pues aún prefería ser chileno o francés, para así librarse del servicio militar del Régimen. Yo tampoco era francés, como nuestra madre; ni argentino, ni mexicano siquiera por nacimiento, aunque así me revindicara siendo niño; ni tampoco, realmente, español hasta casi los trece años, ahora, aquel triste invierno de 1969, cuando de verdad supe de la resistencia y la oposición, rebeldía que me dio patria.
Crecí sin raíces ni apenas familia. Mi madre no hablaba nunca de la suya y jamás mantuvo contacto alguno con sus padres, hermanos o primos: mi hermano y yo sólo tuvimos noticia suya tras buscarla a principios de los años 80, veinte después de la tragedia, cuando nos dirigimos por carta a los abonados de nuestro segundo apellido en la guía telefónica de París. De pronto, aparecieron una abuela muy anciana y tíos y primos y sobrinos que preguntaban qué fue de ella y por qué murió tan joven, cuestión de luces y de sombras, un aguafuerte iluminado más por misterios que por certezas. A mi tío paterno lo conocí personalmente a los veintiún años, en 1977, y a mí tía, a los treinta y cinco, como a mis primos y sobrinos lejanos, cuando acompañé, entre otros periodistas, a Rafael Alberti en su retorno al Río de la Plata, allá por 1991. Aunque mis tíos, ellos sí, formaban parte de un memorial transmitido por mi padre, como relato novelado durante las sobremesas de mi infancia y adolescencia; algo natural, si se considera que todo, absolutamente todo, en nuestras vidas era una ficción compuesta de múltiples argumentos.
Algunos parientes postizos compensaron, bien es verdad, aquellas ausencias: el tío Hugo, famoso director argentino que había conquistado Hollywood, donde realizó notables películas con Van Heflin, Cyd Charise, Jack Palance, Shelley Winters, Joseph Cotten, Anthony Quinn, Edward G. Robinson, Barbara Stanwyck, James Mason, Gary Cooper y Joan Fontaine; y el carajito Cáceres, Luis María, persona menuda, distinguida y educadísima, pan de Dios de una timidez personal insuperable en su vida privada, pese a una biografía de señaladas relaciones sociales, pues había sido hombre de confianza de los propietarios de la compañía Bunge & Born, amigo de Rainiero de Mónaco y Grace Kelly, así como de innumerables magnates, y hasta hace muy poco, mano derecha de Jaime Prades, lugarteniente, productor y publicista de Samuel Bronston, cuando en Madrid podías cruzarte, paseando por la Gran Vía, con estrellas consagradas como John Wayne, Rita Hayworth, Alec Guiness, Sofía Loren, David Niven, Ava Gardner, Charlton Heston y Claudia Cardinale; o la promoción emergente, protagonista de los años venideros,  entre quienes ya destacaban, o estaban a punto, los rutilantes Peter O’Toole, Omar Sharif y Clint Eastwood; todos ellos, jóvenes o veteranas figuras cuyo resplandor no empañaba las leyendas de directores como Henry Hathaway, Anthony Mann, Nicholas Ray, David Lean, Sergio Leone y, por encima de todos, Orson Welles, el astro abatido… En aquel Madrid donde la OAS alguna vez atentó impunemente con bombas, y en aquellos tiempos cuando Alicante era un enjambre de pied noirs, lo que enervaba a mi madre al verlos atareados por sus ramblas como abejas conspiradoras, mientras apuraba un dry martini de aperitivo sentada en alguna terraza, y los censuraba con desprecio, pues Argelia debía ser libre. 
Y hubo, también, parientes advenedizos, como el médico de cabecera, Enrique Belasátegui, persona bienintencionada pero frívola, así en lo personal como en su profesión, aunque afectuosa, sobre todo con mi hermano, a quien apadrinó sentimentalmente e hizo padrino de su hijo varón, el benjamín después de tres hermanas. Hombre aficionado a la farándula, venía a tomar el aperitivo o el café después de la comida, o algún whisky con ginger ale al caer la noche. Quién sabe cómo o por qué, todos salíamos inyectados o, en el mejor de los casos, empildorados si aún era de día, pues le gustaba probar –sobre todo en mí– las novedades que le encomendaban los laboratorios, y yo, como es natural, le tenía pavor, escondía las ampollas, me encerraba en mi cuarto y llegué a romper el ventanal de la terraza que daba a mi dormitorio y al de mis padres, porque la tata, una siniestra riojana que se apoderó de nuestra casa al morir mi madre, quiso burlarme, entrar por allí y entregarme.  Y es que don Enrique –jamás lo tuteé, a diferencia de mi hermano y a pesar de la familiaridad de su presencia– era muy expeditivo: nada de dar unas palmaditas en la nalga antes de clavar la aguja, tú de pie, y ya luego, acercar la jeringuilla para vaciarla lentamente, como Dios manda; sino todo a la vez y con un saetazo traicionero e impío, lo que acrecentaba el dolor y los primeros resentimientos.
A mí –hoy quizá sí sé por qué– el doctor Belasátegui no me caía demasiado bien y guardaba las distancias. No en vano había amenazado con azotarme él mismo si mi padre no lo hacía, después de haber encabezado un picnic en horario escolar –novillos o pellas eran palabras ajenas a nuestro vocabulario infantil– con los hermanos Alfonso y Alberto Arias, hijos de un conocido periodista de la época, y con Gustavo Barona, mexicano como yo, todos compañeros del tercer grado de Primaria. Cosas de la edad, creíamos que bastaba con escabullirnos, como espías fugitivos, la espalda pegada a la tapia, bullicio de niños por la calle del Duque de Tamames, un barrizal si llovía, parejo al recoleto estadio del Plus Ultra y al solar en que se hallaban el colegio San Estanislao de Kostka y los viveros Spalla, en Arturo Soria, donde ahora se encuentran el Colegio 111, la Embajada de China y la clínica Nuestra Señora de América, a unos cuantos pasos de los extintos Estudios CEA. En fin, destripamos un gato muerto, celebramos Misa de campaña en una atalaya de aquel extenso descampado que lindaba con el Parque de San Juan Bautista y, cuando nos dimos cuenta de que nos estaban buscando, escapamos, separándonos…
Lloviznaba.  
Los hermanos Arias fueron a coger la línea 70 del tranvía, que discurría por la Ciudad Lineal, jalonada de “hotelitos” muy frescos en verano, pero gélida en invierno, pues allí el termómetro se alivia un par de grados todo el año, hasta la desnuda Cuesta de los Sagrados Corazones; enseguida se despeñaba, bufando por la vertiginosa fricción de ruedas y rieles, y un  tacatá–tacatá–tacatá de fondo, magra campana de aviso que el conductor percutía con un pedalillo; luego sorteaba el colegio Nuestra Señora del Recuerdo que rigen los jesuitas en Chamartín de la Rosa, construido en el solar del palacio de los duques del Infantado-Pastrana, adonde había pernoctado Napoleón en su célere visita a Madrid tras la derrota de Bailén; y de allí, una vez había dejado atrás un despacho de carne de caballo, se adentraba por Mateo Inurria, vaqueros Lois, Ya, Dígame, Logos, laboratorios Wella, hasta concluir su trayecto junto a un kiosco cubierto de la Plaza de Castilla, muy popular y concurrido, sempiterno olor madrileño a gallinejas y asaduras bajo una telaraña de catenarias, eléctricas nodrizas de trolebuses y tranvías, frente al depósito de agua del Canal de Isabel II y al apostólico monumento del protomártir José Calvo Sotelo, San Esteban del franquismo, plaza donde asentaban sus reales ferias veraniegas, circos, mercadillos navideños y el mitológico Teatro Chino de Manolita Chen, muy cerca de donde ellos vivían… Pero los hermanos Arias nunca llegaron hasta aquí, pues allí mismo fueron detenidos mucho antes, cuando compraban un par de chicles bazooka y ocho sacis por dos pesetas en el humilde puestecito que una abuela atendía –palulú, regalices, pastillas de leche de burra, pipas, chisqueros de mecha y pedernal, cromos, picadura, cajetillas y pitillos sueltos, piedras de mechero, cerillas, bolígrafos, algunos tebeos y revistas– de luto perenne junto a la parada del tranvía, los dos hechos presos a las puertas mismas del colegio. Y cantaron, claro que cantaron, como lechones ante el cuchillo, no como ruiseñores.
En cambio, quizá porque éramos más precavidos, Barona y yo nos encaminamos hasta la iglesia cuya veleta, gallo apostado sobre el campanario, visiblemente alicaído o ladeado como si una anónima pedrada le hubiera acertado en la cresta, a veces señalaba hacia una cementera en ruinas, y otras apuntaba hacia la piscina Stella, pequeña joya de la arquitectura madrileña del siglo XX, muy frecuentada durante los años 60 y lugar de citas, según cuentan, de distinguidas meretrices y mantenidas; luego recorrimos la calle López de Hoyos, aún más larga y enrevesada que Alcalá, hasta llegar, un par de horas más tarde, callejeando y preguntando por el Bernabéu, al Museo de Ciencias Naturales, quizá porque el camino se hace más seguro en zigzag, o incluso en espiral, como el único acceso al corazón de las alcazabas moras. Dejábamos mensajes cifrados por el camino, quién sabe para qué o para quién. En dos bares nos dieron de beber. Todos nuestros planes, que nos parecieron infalibles al tramarlos, estaban fracasando. ¿Quién nos iba a echar de menos si en clase éramos treinta? ¿Por qué nos perseguían? Quizá tan sólo deberíamos haber esperado a que llegara la hora de volver a casa y coger nuestro autobús… En fin, desde los Nuevos Ministerios ya se avistaban el Banco de Vizcaya y el cine Gayarre, en chaflán donde nace el Paseo de la Habana; y poco más allá,  se escondía la primera meta, Hermanos Pinzón, calle donde vivía mi amigo con su madre, un hermano mayor, amante de las chupas de cuero, y otro mediano, que era discapacitado –su padre siempre ausente en México y de nuestras confidencias.
No debí subir. Nada más abrirnos la puerta, nos separaron, él enviado a su cuarto y yo recluido en la cocina, desde donde Hortensia Salvadores, la madre de Barona, sin dirigirme una sola palabra ni antes ni después, telefoneó a mi casa. La buena señora estaba desencajada, muchas horas en vilo, eran las siete de la tarde y desde las diez de la mañana, cuando llamaron del colegio tras pasar lista, no se tenía más noticia de nosotros que la confesión de los hermanos Arias, cazados a la hora de la comida, la policía buscando sin éxito a dos niños de ocho años, como infructuosa fue la batida que los alumnos de Bachillerato, tarde libre gracias a nosotros, habían emprendido por los alrededores del colegio. ¡Habíamos dado esquinazo a todos…! Veinte minutos después apareció mi hermano. 
–¡Vamos!
Mi hermano se había sacado el carné de conducir aquella primavera y había venido a buscarme en el Ford Zephyr turquesa, seis cilindros, con el que mi padre sustituyó un vistoso Tiburón Citröen comprado a Jacques Hachuel. Mi hermano estaba furioso, entre otras cosas, porque nuestra hazaña le había fastidiado sus planes para aquella tarde. Mi hermano disfrutaba mucho saliendo a merodear con Oto, su actual mejor amigo, un chico venezolano demasiado avant la lettre, a quien mi padre detestaba porque en él veía a un presunto delincuente juvenil, modelo James Dean entre Rebelde sin causa y Al este del Edén, a su juicio, niño rico y caprichoso cuya familia había abandonado Caracas tras la caída del dictador Marcos Pérez Giménez, quien formó parte, primero, del triunvirato militar que derrocó a Rómulo Gallegos, meses después de que el escritor hubiera ganado las elecciones tras aprobarse la Constitución que otorgó, en 1947, el voto a la mujer; y después, allá por 1952, presidente, tras eliminar a uno de los triunviros, arrinconar al otro, y suspender unas elecciones que no le daban la victoria. Nadie le perdonó nunca a Camilo José Cela que escribiera La catira a petición suya, por un millón de dólares, según cuentan. Sin embargo, a mí Oto me caía bien porque era un golfo, un rubiales con tupé, cazadora de ante claro y flequillo en las mangas y bolsones, botas campiranas y jeans, como entonces aún se llamaba a los vaqueros si eran auténticos.
Había que pensar muy rápido, buscar una escapatoria, huir hacia adelante. Poco antes de salir en mi busca, mi hermano había puesto a mi padre en antecedentes forzándole, con el inestimable apoyo de la riojana, a que adornara un castigo ejemplar y algo cruel: retirarme todos la palabra durante un mes,  para ellos y para el doctor Belasátegui cosa insuficiente, con una sonora tunda. Al llegar al portal, tuve la iluminación, que maduró mientras el ascensor alcanzaba su cima más rápido que de costumbre: sólo el melodrama podría salvarme de quién sabe cuáles, pero horribles consecuencias, no en vano ese era el género preferido de mi padre y el que más éxitos le había dado en taquilla.
–¡Yo, que no he comido en todo el día! –exclamé en plan Scarlette O’Hara, tirando la cartera por los suelos al entrar en casa, nuestra perrita Carina, una caniche más lista que el hambre, atónita.
No sirvió de nada, está claro, incluso empeoró las cosas, pues aquella actuación mía engrosaría ese anecdotario que persigue a todos los niños y que mueve a risa entre los adultos, lo cual se vive con vergüenza incluso avanzada la adolescencia: “¡Ay, tonto, pero qué rico eras!” –apostillaban siempre.
–Tu padre te está esperando en su cuarto –señaló la riojana, impertérrita, el camino del patíbulo.
Por supuesto: mi padre también interpretó aquella tarde su papel, él con notable desgana, algo que siempre le he agradecido, pues sólo fingió ponerme la mano encima, cuatro o cinco azotainas, por huecas, muy sonoras. Aquel hombre era absolutamente incapaz de pegar a un niño o a una mujer, por mucho que fuera bravo si peleaba, artes aprendidas en el ring o en aquellos cañaverales de su juventud tucumana atestados de bandidos y buscavidas. En realidad, cuando él se enfadaba, demostraba su enojo con el silencio y la distancia, armas mucho más eficaces pero incruentas.
Al día siguiente se nos formó un consejo sumarísimo en el colegio, pero antes fuimos expuestos, cara a la pared, al público escrutinio en un largo pasillo que concluía, flanqueado por las aulas de Bachillerato, en el despacho del director, Felipe Segovia. Recuerdo que nuestra hazaña causó admiración entre los alumnos, incluso los más mayores; y estupor entre los profesores, ya que no se explicaban cómo unos críos tan pequeños hubieran cometido un típico delito adolescente. Maestros y pupilos nos miraban como si fuéramos insectos incómodos o curiosos alienígenas, algo sacrílegos: “¡Y pensar que os hemos dado la Primera Comunión hace seis meses!” Luego nos expulsaron una semana como escarmiento, aunque ello fuera un sueño para cualquier estudiante; y como aviso para navegantes, quizá en previsión de una epidemia, pues todo el mundo sabe cuánto se contagian estas cosas, si además son tan precoces.
En fin, todos contentos, incluso el doctor Belasátegui, aunque ya hablaremos en otro momento de silencios y distancias que a él lo envolvieron con razones más sólidas, por adultas, que jeringuillas y conceptos de autoridad. Ni que decir tiene que al tercer día mi padre ya me hablaba y hasta jugaba un rato conmigo, seducido, quizá, por mi habilidad para engatusarlo.
Rebobinemos.
Otros de estos parientes adoptivos nos seguían a lo largo del mundo, de Argentina a México y de allí, a España: eran los Moravia, Alessandro y María Elena que por entonces tenían dos hijos: el mayor –Damián– fruto de un primer matrimonio de su madre y de la edad de mi hermano, contratista sin escrúpulos que se enriquecería en los años ochenta y que sólo se suicidó, ninguna otra cosa, según cuentan las crónicas bonaerenses pese a las maledicencias, en abril de 1998. Y Aníbal, un par de años menor que yo, compañerito de juegos y otros enredos, y que nos llamábamos y queríamos como primos, pues aquí no teníamos a los nuestros. El vínculo con ellos era mi madre, pues a mi padre los Moravia lo incomodaban porque ella empeoraba y empeoraba si estaban cerca, cosa que a mí me ponía en grave peligro. En fin, Alessandro era un actor muy apuesto, un galán seductor en la tradición italoargentina más genuina; ella una porteña pelirroja no muy agraciada, extrovertida y mitómana, capaz de inventarse con total seriedad y convencimiento los más disparatados parentescos y amistades, sucedidos, chismes y anécdotas, quizá porque las habladurías fueran ciertas, y ella, según ellas, una niña expósita que estuviera muy necesitada de identidad y protagonismos, así fuera sembrando cizaña. Un matrimonio incomprensible, por desigual, que mi padre explicaba como la complicidad de “dos que han enterrado a un muerto juntos”. Cuántas veces le habré oído lamentar esas amistades, no siempre con razón, mostrando gran desafecto e irritación, algo en lo que era correspondido, por supuesto y desde el principio, pues mi padre era su bestia negra y además había triunfado en Argentina, en México y en España, y puesto un pie en Roma.        
Sin raíces ni puntos de referencia, así crecí para bien y para mal: sin raíces ni familia extensa y protectora, y casi sin nombre, pues aun hoy día nadie entre los más próximos me ha llamado nunca por el mío de pila, sólo mis amigos y colegas, como así tampoco a mi padre, bautizado Armando, a quien los suyos siguen llamando Paíto veinte años después de haberse ido para siempre. Quienes lo conocieron o trabajaron a sus órdenes, tan sólo le recuerdan por su nombre artístico, el único que usaba, tan italiano pero curiosamente prestado por su padrino, un asturiano muy rico, dueño del próspero ingenio azucarero de Bella Vista, en Tucumán, al norte de Argentina.
Volvamos al principio.
Cuando las clases comenzaron después de las vacaciones de Navidad, un muro espeso construido con silencios y murmullos volvió a instalarse en mi casa. No era una sensación nueva para mí. Algo muy grave había ocurrido la víspera de Reyes, algo que yo solo intuía, aunque hubiera tenido premoniciones, y que era otro gran mazazo del destino para mi padre. Una traición de amor y una cruel vendetta.
Yo supe la mitad de la verdad casi inmediatamente después de producirse el incidente por los cuchicheos de cocina, pues el office era lugar estratégico donde la riojana, ama de llaves y tata, controlaba todas las llamadas telefónicas y los timbres de las habitaciones. “Tu padre se ha metido en un lío por culpa del juego”, respondió por fin a mis preguntas y aun añadió: “Me lo ha dicho la niñera de los Comas, que a punto estuvo de avisarme”. Seguramente lo hizo y ella hizo oídos sordos, porque era la última interesada en aquellas relaciones cada vez más familiares, que tanto hacían peligrar su posición, y porque a mi padre, además, le guardaba un hondo resentimiento, por razones muy secretas, entonces, para mí.
Jamás he podido olvidar los aromas corporales y la grasilla de la piel de aquella malvada mujer, que me repelían, como cachorro, por diferir tanto, tantísimo, de los maternos y estar ella empeñada en imponerse como madre a un huérfano, haciendo uso, en el mejor de los casos, del chantaje emocional y religioso; y en el peor, a veces con desprecio y otras con saña, de los golpes. Ella administraba el silencio alrededor de mi madre y su trágica muerte en su favor; y no sólo manipulaba mi relación con mi padre, sino que también dinamitaba los puentes que otras mujeres pudieran tenderme, forasteras, forajidas, aunque se tratara de amistades y no de novias o amantes de aquel hombre que no imaginaba el cerco al que él y su hijos estaban sometidos en su propia casa.

Todo era espeso en aquel piso de la entonces llamada Avenida del Generalísimo, novena planta de un edificio vecino del Ministerio de Información y Turismo, bastión de Fraga, sede de la censura y de la Escuela Oficial de Periodismo; piso cuya terraza principal se asomaba al Estadio Bernabéu y cuyas vistas también se dirigían al sur de la capital mientras pudo verse el Cerro de los Ángeles, allí, en lontananza, tiempo atrás, cuando aún no se había construido la torre de la Plaza de Manolete, ni el Palacio de Congresos y Exposiciones hubiera ocupado el altozano, por él todo vaciado, donde un día hubo, a unos doce metros sobre la Plaza de Lima, un coqueto palacete neoclásico con jardines que desalojaban enredaderas sobre las aceras del hoy Paseo de la Castellana y de la avenida del odiado General Perón, vaya broma del destino.  

6 comentarios:

  1. Un recuerdo que no voy a desplegar, por si lo haces tú más adelante:
    Octubre, tal vez de 1973. Acto solemne de graduación de los alumnos de bachillerato en el salón de actos del colegio SEK. Pompa y circunstacia. Togas y mucetas. Lección inaugural. Lectura de la memoria de actividades del curso anterior. Le toca a un alumno leer el discurso de agradecimiento por "cuanto han hecho los profesores por nuestra educación". Ortiz de Villajos me había recomendado que fueras tú el turiferario de aquella ocasión. Y va Tulio y sale con un discurso inesperadamente ácrata que encoge al claustro. Algunos (López Pimentel, Espinosa) tuvimos regocijo para un trimestre aunque no lo confesáramos.

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  2. Parafraseando a Kafka y su Informe: "Hace ya más de quince años abandoné mi primitivo estado simiesco". Fue un terremoto. ¡Cuánto nos reímos de la pompa y circunstancia! Por cierto, tú dictaste la lección magistral, si mal no recuerdo, acerca de las telenovelas.

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  3. NO HE PARADO DE LEER...¡¡POR FIN!!

    MARIAJO

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  4. Preciosa novela, o libro, o lo que sea...te sigo, Tulio.

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  5. Preciosa novela, o libro, o lo que sea...te sigo, Tulio.

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  6. Que tal! Soy sobrino nieto de Tulio García Fernández. Me encantaría poder contactarme. Saludos desde Tucumán!

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