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Mallorca, 1960 |
Si
el lector prefiere, puede considerar este libro como una obra de ficción.
Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción deje caer alguna luz
sobre las cosas que antes fueron narradas como hechos.
Ernest Hemingway, París era
una fiesta
Madrid, invierno de 1969
Crecí sin raíces. Mi única familia presente la
componían mi padre, exiliado de su tierra argentina desde finales de 1952; mi
madre, apóstata de la suya desde 1947, que falleció trágica y prematuramente en
1962; y mi hermano, ni francés, ni chileno como su padre, pues compartimos
sangre materna; ni español, pues aún prefería ser chileno o francés, para así
librarse del servicio militar del Régimen. Yo tampoco era francés, como nuestra
madre; ni argentino, ni mexicano siquiera por nacimiento, aunque así me
revindicara siendo niño; ni tampoco, realmente, español hasta casi los trece
años, ahora, aquel triste invierno de 1969, cuando de verdad supe de la resistencia
y la oposición, rebeldía que me dio patria.
Crecí sin raíces ni apenas familia. Mi madre no
hablaba nunca de la suya y jamás mantuvo contacto alguno con sus padres,
hermanos o primos: mi hermano y yo sólo tuvimos noticia suya tras buscarla a principios
de los años 80, veinte después de la tragedia, cuando nos dirigimos por carta a
los abonados de nuestro segundo apellido en la guía telefónica de París. De
pronto, aparecieron una abuela muy anciana y tíos y primos y sobrinos que
preguntaban qué fue de ella y por qué murió tan joven, cuestión de luces y de
sombras, un aguafuerte iluminado más por misterios que por certezas. A mi tío
paterno lo conocí personalmente a los veintiún años, en 1977, y a mí tía, a los
treinta y cinco, como a mis primos y sobrinos lejanos, cuando acompañé, entre
otros periodistas, a Rafael Alberti en su retorno al Río de la Plata, allá por
1991. Aunque mis tíos, ellos sí, formaban parte de un memorial transmitido por
mi padre, como relato novelado durante las sobremesas de mi infancia y
adolescencia; algo natural, si se considera que todo, absolutamente todo, en
nuestras vidas era una ficción compuesta de múltiples argumentos.
Algunos parientes postizos compensaron, bien es
verdad, aquellas ausencias: el tío Hugo, famoso director argentino que había
conquistado Hollywood, donde realizó notables películas con Van Heflin, Cyd
Charise, Jack Palance, Shelley Winters, Joseph Cotten, Anthony Quinn, Edward G.
Robinson, Barbara Stanwyck, James Mason, Gary Cooper y Joan Fontaine; y el carajito Cáceres,
Luis María, persona menuda, distinguida y educadísima, pan de Dios de una
timidez personal insuperable en su vida privada, pese a una biografía de
señaladas relaciones sociales, pues había sido hombre de confianza de los
propietarios de la compañía Bunge & Born, amigo de Rainiero de Mónaco y
Grace Kelly, así como de innumerables magnates, y hasta hace muy poco, mano
derecha de Jaime Prades, lugarteniente, productor y publicista de Samuel
Bronston, cuando en Madrid podías cruzarte, paseando por la Gran Vía, con
estrellas consagradas como John Wayne, Rita Hayworth, Alec Guiness, Sofía
Loren, David Niven, Ava Gardner, Charlton Heston y Claudia Cardinale; o la
promoción emergente, protagonista de los años venideros, entre quienes ya
destacaban, o estaban a punto, los rutilantes Peter O’Toole, Omar Sharif y
Clint Eastwood; todos ellos, jóvenes o veteranas figuras cuyo resplandor no
empañaba las leyendas de directores como Henry Hathaway, Anthony Mann, Nicholas
Ray, David Lean, Sergio Leone y, por encima de todos, Orson Welles, el astro
abatido… En aquel Madrid donde la OAS alguna vez atentó impunemente con bombas,
y en aquellos tiempos cuando Alicante era un enjambre de pied noirs,
lo que enervaba a mi madre al verlos atareados por sus ramblas como abejas
conspiradoras, mientras apuraba un dry martini de aperitivo
sentada en alguna terraza, y los censuraba con desprecio, pues Argelia debía
ser libre.
Y hubo, también, parientes advenedizos, como el médico
de cabecera, Enrique Belasátegui, persona bienintencionada pero frívola, así en
lo personal como en su profesión, aunque afectuosa, sobre todo con mi hermano, a
quien apadrinó sentimentalmente e hizo padrino de su hijo varón, el benjamín
después de tres hermanas. Hombre aficionado a la farándula, venía a tomar el
aperitivo o el café después de la comida, o algún whisky con ginger ale al
caer la noche. Quién sabe cómo o por qué, todos salíamos inyectados o, en el
mejor de los casos, empildorados si aún era de día, pues le gustaba probar
–sobre todo en mí– las novedades que le encomendaban los laboratorios, y yo,
como es natural, le tenía pavor, escondía las ampollas, me encerraba en mi
cuarto y llegué a romper el ventanal de la terraza que daba a mi dormitorio y
al de mis padres, porque la tata, una siniestra riojana que se apoderó de
nuestra casa al morir mi madre, quiso burlarme, entrar por allí y entregarme. Y
es que don Enrique –jamás lo tuteé, a diferencia de mi hermano y a pesar de la
familiaridad de su presencia– era muy expeditivo: nada de dar unas palmaditas
en la nalga antes de clavar la aguja, tú de pie, y ya luego, acercar la
jeringuilla para vaciarla lentamente, como Dios manda; sino todo a la vez y con
un saetazo traicionero e impío, lo que acrecentaba el dolor y los primeros
resentimientos.
A mí –hoy quizá sí sé por qué– el doctor Belasátegui
no me caía demasiado bien y guardaba las distancias. No en vano había amenazado
con azotarme él mismo si mi padre no lo hacía, después de haber encabezado
un picnic en horario escolar –novillos o pellas eran palabras
ajenas a nuestro vocabulario infantil– con los hermanos Alfonso y Alberto
Arias, hijos de un conocido periodista de la época, y con Gustavo Barona,
mexicano como yo, todos compañeros del tercer grado de Primaria. Cosas de la
edad, creíamos que bastaba con escabullirnos, como espías fugitivos, la espalda
pegada a la tapia, bullicio de niños por la calle del Duque de Tamames, un
barrizal si llovía, parejo al recoleto estadio del Plus Ultra y al solar en que
se hallaban el colegio San Estanislao de Kostka y los viveros Spalla, en Arturo
Soria, donde ahora se encuentran el Colegio 111, la Embajada de China y la
clínica Nuestra Señora de América, a unos cuantos pasos de los extintos
Estudios CEA. En fin, destripamos un gato muerto, celebramos Misa de campaña en
una atalaya de aquel extenso descampado que lindaba con el Parque de San Juan
Bautista y, cuando nos dimos cuenta de que nos estaban buscando, escapamos,
separándonos…
Lloviznaba.
Los hermanos Arias fueron a coger la línea 70 del
tranvía, que discurría por la Ciudad Lineal, jalonada de “hotelitos” muy
frescos en verano, pero gélida en invierno, pues allí el termómetro se alivia
un par de grados todo el año, hasta la desnuda Cuesta de los Sagrados
Corazones; enseguida se despeñaba, bufando por la vertiginosa fricción de
ruedas y rieles, y un tacatá–tacatá–tacatá de fondo, magra campana de
aviso que el conductor percutía con un pedalillo; luego sorteaba el colegio
Nuestra Señora del Recuerdo que rigen los jesuitas en Chamartín de la Rosa,
construido en el solar del palacio de los duques del Infantado-Pastrana, adonde
había pernoctado Napoleón en su célere visita a Madrid tras la derrota de
Bailén; y de allí, una vez había dejado atrás un despacho de carne de caballo,
se adentraba por Mateo Inurria, vaqueros Lois, Ya, Dígame,
Logos, laboratorios Wella, hasta concluir su trayecto junto a
un kiosco cubierto de la Plaza de Castilla, muy popular y concurrido,
sempiterno olor madrileño a gallinejas y asaduras bajo una telaraña de catenarias,
eléctricas nodrizas de trolebuses y tranvías, frente al depósito de agua del
Canal de Isabel II y al apostólico monumento del protomártir José
Calvo Sotelo, San Esteban del franquismo, plaza donde asentaban sus reales
ferias veraniegas, circos, mercadillos navideños y el mitológico Teatro Chino
de Manolita Chen, muy cerca de donde ellos vivían… Pero los hermanos Arias
nunca llegaron hasta aquí, pues allí mismo fueron detenidos mucho antes, cuando
compraban un par de chicles bazooka y ocho sacis por
dos pesetas en el humilde puestecito que una abuela atendía –palulú, regalices,
pastillas de leche de burra, pipas, chisqueros de mecha y pedernal, cromos,
picadura, cajetillas y pitillos sueltos, piedras de mechero, cerillas,
bolígrafos, algunos tebeos y revistas– de luto perenne junto a la parada del
tranvía, los dos hechos presos a las puertas mismas del colegio. Y cantaron,
claro que cantaron, como lechones ante el cuchillo, no como ruiseñores.
En cambio, quizá porque éramos más precavidos, Barona
y yo nos encaminamos hasta la iglesia cuya veleta, gallo apostado sobre el
campanario, visiblemente alicaído o ladeado como si una anónima pedrada le
hubiera acertado en la cresta, a veces señalaba hacia una cementera en ruinas,
y otras apuntaba hacia la piscina Stella, pequeña joya de la arquitectura
madrileña del siglo XX, muy frecuentada durante los años 60 y lugar de citas,
según cuentan, de distinguidas meretrices y mantenidas; luego recorrimos la
calle López de Hoyos, aún más larga y enrevesada que Alcalá, hasta llegar, un
par de horas más tarde, callejeando y preguntando por el Bernabéu, al Museo de
Ciencias Naturales, quizá porque el camino se hace más seguro en zigzag, o
incluso en espiral, como el único acceso al corazón de las alcazabas moras.
Dejábamos mensajes cifrados por el camino, quién sabe para qué o para quién. En
dos bares nos dieron de beber. Todos nuestros planes, que nos parecieron
infalibles al tramarlos, estaban fracasando. ¿Quién nos iba a echar de menos si
en clase éramos treinta? ¿Por qué nos perseguían? Quizá tan sólo deberíamos
haber esperado a que llegara la hora de volver a casa y coger nuestro autobús…
En fin, desde los Nuevos Ministerios ya se avistaban el Banco de Vizcaya y el
cine Gayarre, en chaflán donde nace el Paseo de la Habana; y poco más allá,
se escondía la primera meta, Hermanos Pinzón, calle donde vivía mi amigo
con su madre, un hermano mayor, amante de las chupas de cuero, y otro mediano,
que era discapacitado –su padre siempre ausente en México y de nuestras
confidencias.
No debí subir. Nada más abrirnos la puerta, nos
separaron, él enviado a su cuarto y yo recluido en la cocina, desde donde
Hortensia Salvadores, la madre de Barona, sin dirigirme una sola palabra ni
antes ni después, telefoneó a mi casa. La buena señora estaba desencajada,
muchas horas en vilo, eran las siete de la tarde y desde las diez de la mañana,
cuando llamaron del colegio tras pasar lista, no se tenía más noticia de
nosotros que la confesión de los hermanos Arias, cazados a la hora de la
comida, la policía buscando sin éxito a dos niños de ocho años, como infructuosa
fue la batida que los alumnos de Bachillerato, tarde libre gracias a nosotros,
habían emprendido por los alrededores del colegio. ¡Habíamos dado esquinazo a
todos…! Veinte minutos después apareció mi hermano.
–¡Vamos!
Mi hermano se había sacado el carné de conducir
aquella primavera y había venido a buscarme en el Ford Zephyr turquesa,
seis cilindros, con el que mi padre sustituyó un vistoso Tiburón
Citröen comprado a Jacques Hachuel. Mi hermano estaba furioso, entre
otras cosas, porque nuestra hazaña le había fastidiado sus planes para aquella
tarde. Mi hermano disfrutaba mucho saliendo a merodear con Oto, su actual mejor
amigo, un chico venezolano demasiado avant la lettre, a quien mi padre
detestaba porque en él veía a un presunto delincuente juvenil, modelo James
Dean entre Rebelde sin causa y Al
este del Edén, a su juicio, niño rico y caprichoso cuya familia había
abandonado Caracas tras la caída del dictador Marcos Pérez Giménez, quien formó
parte, primero, del triunvirato militar que derrocó a Rómulo Gallegos, meses
después de que el escritor hubiera ganado las elecciones tras aprobarse la
Constitución que otorgó, en 1947, el voto a la mujer; y después, allá por 1952,
presidente, tras eliminar a uno de los triunviros, arrinconar al otro, y
suspender unas elecciones que no le daban la victoria. Nadie le perdonó nunca a
Camilo José Cela que escribiera La catira a petición suya, por
un millón de dólares, según cuentan. Sin embargo, a mí Oto me caía bien porque
era un golfo, un rubiales con tupé, cazadora de ante claro y flequillo en las
mangas y bolsones, botas campiranas y jeans, como entonces aún se
llamaba a los vaqueros si eran auténticos.
Había que pensar muy rápido, buscar una escapatoria,
huir hacia adelante. Poco antes de salir en mi busca, mi hermano había puesto a
mi padre en antecedentes forzándole, con el inestimable apoyo de la riojana, a
que adornara un castigo ejemplar y algo cruel: retirarme todos la palabra
durante un mes, para ellos y para el
doctor Belasátegui cosa insuficiente, con una sonora tunda. Al llegar al
portal, tuve la iluminación, que maduró mientras el ascensor alcanzaba su cima
más rápido que de costumbre: sólo el melodrama podría salvarme de quién sabe
cuáles, pero horribles consecuencias, no en vano ese era el género preferido de
mi padre y el que más éxitos le había dado en taquilla.
–¡Yo, que no he comido en todo el día! –exclamé en
plan Scarlette O’Hara, tirando la cartera por los suelos al entrar en casa,
nuestra perrita Carina, una caniche más lista que el hambre,
atónita.
No sirvió de nada, está claro, incluso empeoró las
cosas, pues aquella actuación mía engrosaría ese anecdotario que persigue a
todos los niños y que mueve a risa entre los adultos, lo cual se vive con
vergüenza incluso avanzada la adolescencia: “¡Ay, tonto, pero qué rico eras!” –apostillaban
siempre.
–Tu padre te está esperando en su cuarto –señaló la
riojana, impertérrita, el camino del patíbulo.
Por supuesto: mi padre también interpretó aquella
tarde su papel, él con notable desgana, algo que siempre le he agradecido, pues
sólo fingió ponerme la mano encima, cuatro o cinco azotainas, por huecas, muy
sonoras. Aquel hombre era absolutamente incapaz de pegar a un niño o a una
mujer, por mucho que fuera bravo si peleaba, artes aprendidas en el ring o
en aquellos cañaverales de su juventud tucumana atestados de bandidos y
buscavidas. En realidad, cuando él se enfadaba, demostraba su enojo con el
silencio y la distancia, armas mucho más eficaces pero incruentas.
Al día siguiente se nos formó un consejo sumarísimo en
el colegio, pero antes fuimos expuestos, cara a la pared, al público escrutinio
en un largo pasillo que concluía, flanqueado por las aulas de Bachillerato, en
el despacho del director, Felipe Segovia. Recuerdo que nuestra hazaña causó
admiración entre los alumnos, incluso los más mayores; y estupor entre los
profesores, ya que no se explicaban cómo unos críos tan pequeños hubieran
cometido un típico delito adolescente. Maestros y pupilos nos miraban como si
fuéramos insectos incómodos o curiosos alienígenas, algo sacrílegos: “¡Y pensar
que os hemos dado la Primera Comunión hace seis meses!” Luego nos expulsaron
una semana como escarmiento, aunque ello fuera un sueño para cualquier estudiante;
y como aviso para navegantes, quizá en previsión de una epidemia, pues todo el
mundo sabe cuánto se contagian estas cosas, si además son tan precoces.
En fin, todos contentos, incluso el doctor Belasátegui,
aunque ya hablaremos en otro momento de silencios y distancias que a él lo
envolvieron con razones más sólidas, por adultas, que jeringuillas y conceptos
de autoridad. Ni que decir tiene que al tercer día mi padre ya me hablaba y
hasta jugaba un rato conmigo, seducido, quizá, por mi habilidad para
engatusarlo.
Rebobinemos.
Otros de estos parientes adoptivos nos seguían a lo
largo del mundo, de Argentina a México y de allí, a España: eran los Moravia,
Alessandro y María Elena que por entonces tenían dos hijos: el mayor –Damián–
fruto de un primer matrimonio de su madre y de la edad de mi hermano,
contratista sin escrúpulos que se enriquecería en los años ochenta y que sólo
se suicidó, ninguna otra cosa, según cuentan las crónicas bonaerenses pese a
las maledicencias, en abril de 1998. Y Aníbal, un par de años menor que yo,
compañerito de juegos y otros enredos, y que nos llamábamos y queríamos como
primos, pues aquí no teníamos a los nuestros. El vínculo con ellos era mi
madre, pues a mi padre los Moravia lo incomodaban porque ella empeoraba y
empeoraba si estaban cerca, cosa que a mí me ponía en grave peligro. En fin,
Alessandro era un actor muy apuesto, un galán seductor en la tradición
italoargentina más genuina; ella una porteña pelirroja no muy agraciada,
extrovertida y mitómana, capaz de inventarse con total seriedad y
convencimiento los más disparatados parentescos y amistades, sucedidos, chismes
y anécdotas, quizá porque las habladurías fueran ciertas, y ella, según ellas,
una niña expósita que estuviera muy necesitada de identidad y protagonismos,
así fuera sembrando cizaña. Un matrimonio incomprensible, por desigual, que mi
padre explicaba como la complicidad de “dos que han enterrado a un muerto
juntos”. Cuántas veces le habré oído lamentar esas amistades, no siempre con
razón, mostrando gran desafecto e irritación, algo en lo que era correspondido,
por supuesto y desde el principio, pues mi padre era su bestia negra y además
había triunfado en Argentina, en México y en España, y puesto un pie en Roma.
Sin raíces ni puntos de referencia, así crecí para
bien y para mal: sin raíces ni familia extensa y protectora, y casi sin nombre,
pues aun hoy día nadie entre los más próximos me ha llamado nunca por el mío de
pila, sólo mis amigos y colegas, como así tampoco a mi padre, bautizado
Armando, a quien los suyos siguen llamando Paíto veinte años después de haberse
ido para siempre. Quienes lo conocieron o trabajaron a sus órdenes, tan sólo le
recuerdan por su nombre artístico, el único que usaba, tan italiano pero
curiosamente prestado por su padrino, un asturiano muy rico, dueño del próspero
ingenio azucarero de Bella Vista, en Tucumán, al norte de Argentina.
Volvamos al principio.
Cuando las clases comenzaron después de las vacaciones
de Navidad, un muro espeso construido con silencios y murmullos volvió a
instalarse en mi casa. No era una sensación nueva para mí. Algo muy grave había
ocurrido la víspera de Reyes, algo que yo solo intuía, aunque hubiera tenido
premoniciones, y que era otro gran mazazo del destino para mi padre. Una
traición de amor y una cruel vendetta.
Yo supe la mitad de la verdad casi inmediatamente
después de producirse el incidente por los cuchicheos de cocina, pues el office era
lugar estratégico donde la riojana, ama de llaves y tata, controlaba todas las
llamadas telefónicas y los timbres de las habitaciones. “Tu padre se ha metido
en un lío por culpa del juego”, respondió por fin a mis preguntas y aun añadió:
“Me lo ha dicho la niñera de los Comas, que a punto estuvo de avisarme”.
Seguramente lo hizo y ella hizo oídos sordos, porque era la última interesada
en aquellas relaciones cada vez más familiares, que tanto hacían peligrar su
posición, y porque a mi padre, además, le guardaba un hondo resentimiento, por
razones muy secretas, entonces, para mí.
Jamás he podido olvidar los aromas corporales y la
grasilla de la piel de aquella malvada mujer, que me repelían, como cachorro,
por diferir tanto, tantísimo, de los maternos y estar ella empeñada en
imponerse como madre a un huérfano, haciendo uso, en el mejor de los casos, del
chantaje emocional y religioso; y en el peor, a veces con desprecio y otras con
saña, de los golpes. Ella administraba el silencio alrededor de mi madre y su
trágica muerte en su favor; y no sólo manipulaba mi relación con mi padre, sino
que también dinamitaba los puentes que otras mujeres pudieran tenderme,
forasteras, forajidas, aunque se tratara de amistades y no de novias o amantes
de aquel hombre que no imaginaba el cerco al que él y su hijos estaban sometidos
en su propia casa.
Todo era espeso en aquel piso de la entonces llamada
Avenida del Generalísimo, novena planta de un edificio vecino del Ministerio de
Información y Turismo, bastión de Fraga, sede de la censura y de la Escuela
Oficial de Periodismo; piso cuya terraza principal se asomaba al Estadio
Bernabéu y cuyas vistas también se dirigían al sur de la capital mientras pudo
verse el Cerro de los Ángeles, allí, en lontananza, tiempo atrás, cuando aún no
se había construido la torre de la Plaza de Manolete, ni el Palacio de
Congresos y Exposiciones hubiera ocupado el altozano, por él todo vaciado,
donde un día hubo, a unos doce metros sobre la Plaza de Lima, un coqueto
palacete neoclásico con jardines que desalojaban enredaderas sobre las aceras
del hoy Paseo de la Castellana y de la avenida del odiado General Perón, vaya
broma del destino.
Un recuerdo que no voy a desplegar, por si lo haces tú más adelante:
ResponderEliminarOctubre, tal vez de 1973. Acto solemne de graduación de los alumnos de bachillerato en el salón de actos del colegio SEK. Pompa y circunstacia. Togas y mucetas. Lección inaugural. Lectura de la memoria de actividades del curso anterior. Le toca a un alumno leer el discurso de agradecimiento por "cuanto han hecho los profesores por nuestra educación". Ortiz de Villajos me había recomendado que fueras tú el turiferario de aquella ocasión. Y va Tulio y sale con un discurso inesperadamente ácrata que encoge al claustro. Algunos (López Pimentel, Espinosa) tuvimos regocijo para un trimestre aunque no lo confesáramos.
Parafraseando a Kafka y su Informe: "Hace ya más de quince años abandoné mi primitivo estado simiesco". Fue un terremoto. ¡Cuánto nos reímos de la pompa y circunstancia! Por cierto, tú dictaste la lección magistral, si mal no recuerdo, acerca de las telenovelas.
ResponderEliminarNO HE PARADO DE LEER...¡¡POR FIN!!
ResponderEliminarMARIAJO
Preciosa novela, o libro, o lo que sea...te sigo, Tulio.
ResponderEliminarPreciosa novela, o libro, o lo que sea...te sigo, Tulio.
ResponderEliminarQue tal! Soy sobrino nieto de Tulio García Fernández. Me encantaría poder contactarme. Saludos desde Tucumán!
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