(...)
Aquel domingo también jugaban el
Real Madrid y el Barcelona. Entre nosotros era motivo de alta tensión. Mi
hermano forofo del Barça, mi padre fiel al Madrid y yo, es claro, como él,
aunque nunca me haya gustado el fútbol por culpa de los dos. Pero, ¿cómo podía seguir,
el muy insensato, a ese equipo que aún tardará décadas en ganar una simple Copa
de Europa, aunque ya hubiera sido finalista en 1961? No, nadie suponga que lo
hizo por verdadera pasión culé, sino
porque al aterrizar en España, meses después que mis padres y yo (él acabó su
curso escolar en un internado de Cuernavaca), para alegrarle tan dura mudanza (en
México dejaba grandes amigos y parientes postizos) le trajo al Bernabéu a disfrutar
de su primer gran Derby. Entonces ocurrió algo mágico o alquímico: aquel equipo
del que apenas había oído hablar vestía el mismo uniforme que el Atlante: ¡camiseta
de rayas azul y grana sobre pantalón azul! Y mi hermano había sido
devoto suyo desde 1952, cuando la familia se exilió en el Distrito Federal, quizá
porque hubiese ganado su Liga el año anterior:
–Nomás yo le voy al Barcelona –dijo
y se quedó tan pancho por ser, además, el gran contreras.
Tenía trece años, ahora casi
cumplía diecinueve, ya sobrepasaba el metro ochenta y era un muchacho
corpulento, diez años mayor que yo. Cuando nos quedábamos a solas, me
preguntaba en tono amenazante:
–Y ahora… ¿de qué equipo eres, pinche
enano mamón?
Es verdad que tampoco me hubiera
interesado mucho el fútbol sin tales presiones, para mayor disgusto de mi
padre, gran aficionado, amigo de Alfredo Di Stéfano, desde que me llevó por
primera vez al estadio, cumplidos los seis años, y no miré hacia el campo en
todo el encuentro, porque sólo me impresionaba el inmenso graderío abarrotado
de gente sentada y de pie.
–¡Mira, el partido se juega ahí,
abajo, sobre el césped que es verde! –él señalaba la cancha y yo erre que
erre, hipnotizado por la multitud.
Siempre que podía me llevaba a los eriales que
flanqueaban la autopista entre la Avenida de América y Barajas con algunos
amiguitos para echar unos balonazos y yo casi nunca atinaba. Luego nos
convidaba a merendar en la terraza de la cafetería del aeropuerto, bajo la antigua
torre de control, y veíamos despegar o aterrizar modernos aviones comerciales de
“propulsión a chorro”, así se llamaba aún a los reactores, como los
norteamericanos Boeing 707, 727 y McDonnell Douglas DC8 de la TWA y la Pan
Am, los peligrosos Caravelle de Air
France, modelos que asimismo nutrían, algunos, la flota de Iberia; o el
británico Havilland Comet 4 de la
BOAC y la BEA, junto a los que todavía impulsaban motores de hélice: algún DC7 pasado de moda, los más recientes Fokker 27 y otros que ya no recuerdo ni
identifico. Aquel aeropuerto hoy nos parecería un coqueto apeadero de aviones en
mitad de una vaguada.
La verdad es que yo sólo les
acompañaba al Bernabeú cuando jugaban el Madrid y el Barcelona por si había
goleada, es claro: del Madrid, para luego mortificar a mi hermano como pequeña
venganza. Sobre todo si había testigos, como era el caso, pues todos los
domingos el tío Hugo almorzaba en familia con nosotros. Hacía una tarde soleada
pese a la estación, y algo fresca, eso sí, unos trece grados al descubierto, pues
en nuestra infancia el otoño era otoño y el invierno, invierno, ya saben: viento,
lluvia, frío… y sabañones.
Horas antes de que el árbitro, el
navarro Zariquiegui Izco, pitara el comienzo del partido, desde la terraza principal
de nuestro piso, que asomaba al estadio, ya se avistaban columnas de hinchas, pocas
mujeres, bastantes niños y jóvenes, los hombres con botas de vino, algunos sombreros
de ala y muchas boinas; todos acarreando bocadillos envueltos en papel de
estraza o viejos periódicos en los bolsos de sus abrigos, al tiempo que agitaban
bufandas, en su mayoría merengues, pero también azulgranas, respetándose,
todavía, unas peñas a otras, aunque se retaran con himnos y estribillos, pues guardaban cierta
distancia como civilizada tierra de nadie, mientras descendían con gran alboroto
por General Perón hacia la Plaza de Lima, desde Juan de Olías, cuello de
botella que conectaba con el metro por la estación de Estrecho en la vecina Bravo
Murillo. A medida que la hora se acercaba, oleadas de motos, coches y más motos
y coches aparcaban donde podían y aún se apeaba más público de los tranvías y
autobuses de las líneas 74 y 27, respectivamente, los cuales transitaban repletos
de gente a lo largo de la Avenida del Generalísimo y sus playas laterales.
Hoy hay que recordarlo, sobre
todo, porque han cambiado las tornas: el Barça no atravesaba una buena racha en
la Liga por aquellos tiempos. El año anterior había quedado sexto y el Madrid ahora
corría a encadenar la quinta victoria con esta temporada y aspiraba, aunque eso
no se cumpliría hasta 1966 frente al Partizan de Belgrado, a la sexta Copa de
Europa, pues ya la había alzado cinco veces consecutivas entre 1956 y 1960, siendo
subcampeón los años 1962 y 1964.
Este 8 de noviembre, cuando iba a
disputarse la novena jornada de Primera División, el Barcelona ocupaba un
discreto séptimo puesto de la clasificación general con ocho puntos. Por su
parte, los merengues se situaban en el tercero de la tabla a sólo tres del líder:
un potente Atlético de Madrid, cuando los colchoneros aún jugaban en el
Metropolitano, presididos por don Vicente Calderón, estadio situado cerca de
Reina Vitoria, en la actual Plaza de la Ciudad de Viena, entre las calles Beatriz
de Bobadilla, Santiago Rusiñol y la Avenida de Juan XXIII, antes de inaugurarse
en 1966 el campo del Manzanares.
Aquel domingo no jugaba Alfredo
Di Stéfano, ésta sería su última temporada en la escuadra blanca, pues
concluiría su carrera en el Club Deportivo Español dos años después.
El Bernabéu aguarda al 7 de junio de 1967 para tributarle un partido homenaje frente al
Celtic de Glasgow. El templo en pie le dedicará una ovación conmovedora, interminable, cuando se desprenda, justo en el minuto trece del partido, del brazalete de capitán del equipo y lo entregue a quien será su sucesor: Ramón Moreno Grosso.
En fin, ahora saltaban al terreno
de juego, cuyo césped estaba en muy buenas condiciones porque aquella semana la
lluvia había descansado, Betancor, Miera, Santamaría, Pachín, Müller, Zoco,
Serena, Amancio, Grosso, Martínez y Gento, por los anfitriones; y Sadurní,
Benitez, Olivella, Gracia, Vergés, Torrent, Pereda, Rifé, Re, Fusté y Seminario,
por los visitantes. Cerca de ochenta y
cinco mil espectadores ocupaban las gradas, los más de pie, una buena entrada, no
apoteósica, si se piensa que allí podían concentrase hasta ciento veinticinco
cinco mil –mayor aforo tras el Estadio de Wembley– pues
clareaba el segundo anfiteatro del fondo Norte. Mi padre había conseguido unas
estupendas localidades junto a la tribuna presidencial, cerca de una salida y
casi a ras de calle, aunque eran bastante caras, pero se estiraba de lo lindo
cuando yo les acompañaba, porque tenía pánico a que me ocurriera algo si se
producía alguna avalancha en los vomitorios al evacuarse el estadio. Cuando de mí
se trataba, siempre, siempre tenía alguna razón para tener miedo de cualquier
cosa. No lo podía remediar y a mí eso me alteraba los nervios.
El árbitro lidió fácilmente con las fieras, porque fue un encuentro
noble, demasiado blando para el gusto de los más aficionados y de los críticos,
como el gran Gilera padre, cronista de ABC, siempre ávidos de emociones al
límite. La defensa culé se dedicó a
provocar numerosos fuera de juego y hasta en cinco ocasiones alzaron el
banderín los linieres, pues pugnó en línea de corrimiento para descolocar a los
delanteros y mediocampistas merengues. A pesar de esas tretas, durante el
primer tiempo el dominio madridista fue indiscutible y rentable. Una
combinación rápida y en corto entre Grosso y Amancio Amaro Varela, justo por el
centro, que este último remató con un potente trallazo –el guardameta Salvador Sadurní
apenas pudo desviar unos centímetros la fatal trayectoria del esférico– se
cobró el primer tanto a los dieciséis minutos del partido. Mi padre, el tío
Hugo y yo saltamos movidos por el mismo resorte que la hinchada madridista,
gritando:
–¡Gol! ¡Gool! ¡Goool! –uno tras
otro.
A mi hermano se le torció el
gesto, pero no perdió la esperanza, ni siquiera cuando otra velocísima y
profunda incursión del portentoso delantero coruñés, que ni un fuerte agarrón
del zaguero Martín Vergés pudo atajar, batió de nuevo al portero azulgrana,
exactamente un cuarto de hora más tarde, aunque Sadurní hubiera salido de
puerta para cubrir el espacio, intentando así evitar, con gran arrojo, que
Amancio coronara otro disparo sibilino que casi engaña a la red:
–¡Goooooool! –rugió la marabunta.
Fue una jugada extraordinaria. Nos
intercambiamos algunas sonrisitas y miradas de cachondeo, mientras Richard se
mordía las uñas, molesto y humillado, aunque no perdía la esperanza: todavía
restaba un largo segundo tiempo.
Acudimos al bar durante el
descanso. Allí mi padre y el tío Hugo se encontraron con unos viejos conocidos
muy apreciados: el actor Armando Comas, acompañado de su elegante esposa, Magdalena Martín; el
compositor, arreglista y director orquestal Aurelio de Alcaraz, autor de
grandes hits populares y estrella de
la televisión española; y Venancio Parra y Tagores, personaje
harto conocido en medios artísticos, de quien nadie sabía si también era abogado,
como él aseguraba, si vivía de enviar crónicas deportivas y del mundo del
espectáculo a los diarios hispanoamericanos; o si lo hacía gracias a algunos servicios
especiales que le prestaba al gran productor y distribuidor español de la época
Cesáreo González. No tuvieron tiempo de intercambiar muchas frases, se
saludaron cordialmente, hicieron algún comentario sobre el emocionante partido,
pero antes de volver a sus localidades, Malena –así la llamaban todos– les invitó a jugar aquella misma noche una
liviana partida de póquer en su casa.
Volvimos a nuestros asientos. La
presión madridista se relajó ya desde el comienzo del segundo tiempo, sin
grandes jugadas de alcance, algo que advirtieron los siempre aviesos culés, quienes recuperaron algo de ritmo,
empuje y coraje. Entonces, se produjo un saque de córner, que sirve el burgalés
Chus Pereda, y el delantero paraguayo Cayetano Re, que este año iba a consagrarse
con el trofeo Pichichi, aprovecha ese balón volante en un claro despiste de la
defensa blanca, remata y le cuela la pelota al canario Antonio Betancor en el
minuto veintiuno. Ahora sí, mi hermano brinca sobre su almohadilla y ya de pie
sobre ella, todo lo largo que es, alza los brazos, cierra los puños y vocea a todo pulmón:
–¡Gol! ¡Gool! ¡Goooool! –casi a
solas.
Todos a nuestro alrededor lo miraron,
podría pasar cualquier cosa, mi padre le tira del chaquetón, él vuelve a
sentarse y se comporta. En fin, la esperanza será lo último que pierda. Pero
los merengues reaccionan, sólo ocho minutos después un centro en diagonal y por
alto del alemán Gerd Müller, que Amancio conecta de cabeza con impulso y cambio
de trayectoria, entra de lleno por el arco de Sadurní. Ahora sí:
–¡Gooooooool!
–por el tercero de su gran delantero.
El Barcelona saca de centro,
alicorto y abatido enseguida pierde la pelota y el Madrid –al que todo le sabe
a poco, pues lleva años intratable– contraataca sin piedad ni oposición, para
que el gato Fernando Serena sentencie, sólo dos minutos más tarde, un partido
de goleada: cuatro a uno.
Retumba el estadio.
A partir de ese momento, el Barça
ya no se repondrá. Cuando Zariquiegui Izco señaló el final del encuentro, el
Bernabéu despedirá a su equipo, ahora en segunda posición de la Liga y a un
punto del Atleti, vitoreando a Amancio, héroe de la jornada por sus tres goles rotundos como tres soles. Aunque, y todo hay que decirlo, aquella temporada también se saldó con otra goleada igualmente sonora. El Benfica de la Pantera de Mozambique, Eusébio da Silva Ferreira, no menos intratable, le endosó al Madrid cinco a uno en los cuartos de final de la Copa de Europa. Blanda le sea.
Para
mí, que por entonces sólo contaba ocho años, ciento cincuenta y cinco días y
once horas, por ser algo más de las siete de la tarde, la fiesta aún no había
acabado. ¿Quién no recuerda con alegre gravedad la vuelta a casa, haciendo
escala en algún bar de Marceliano Santamaría para compartir con los mayores
este rito viril, que lo es de iniciación, pues te permitían tomar una caña o un
botellín de cerveza, escuchar chistes verdes, decir alguna palabrota –no muy
malsonante, claro– mientras se comentaban los mejores lances del partido… algo
impensable en nuestras mesas?
(...)
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