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Carlos Fuentes falleció el 15 de mayo en la Ciudad de México a los 83 años |
Un joven escritor rompió en 1958 los moldes ya
petrificados y petrificantes de la Novela de la Revolución –equivalente
literario del muralismo pictórico– con un relato urbano que tomaba su título del entonces
patriarca de las letras nacionales, Alfonso Reyes: La región más transparente –título que aludía a una extraña e inaccesible
cualidad de la Ciudad de México, pues esta “región más transparente” lo había
sido “del aire” y, a finales de esa década, éste empezaba a ser irrespirable.
Se llamaba Carlos Fuentes, un mexicano de “otra forma” pues había nacido
en Panamá y vivido su infancia entre Buenos Aires, Río de Janeiro, Santiago de
Chile, Montevideo y Washington: era hijo de un diplomático y hasta los dieciséis
años sólo había pisado el solar patrio durante las vacaciones estivales. Un chico
agringado en un país donde el nacionalismo y el populismo constituían, por así
decirlo, la religión de un Estado regido por un partido único –aunque tuviera algunos comparsas– y que había logrado la cuadratura del círculo: serlo de la
Revolución Institucionalizada.
A desentrañar ese enigma o a escarbar en la herida
de esa paradoja y de sus supuraciones: la violencia cainita, el autoritarismo paternalista
y patrimonialista, la corrupción política, sindical y económica, el
clientelismo burocrático, el petropoder y el narcopoder, aquel joven narrador –tan elegante, culto y cosmopolita–
dedicará buena parte de su vida creadora. Ya con su tercera obra: La muerte de Artemio Cruz (1962),
trascenderá fronteras y se situará a la cabeza del quién sabe si bien llamado boom de la literatura hispanoamericana,
junto con sus grandes amigos el colombiano Gabriel García Márquez y el peruano
Mario Vargas Llosa (me resisto a incluir temática y generacionalmente al tercer
gran nombre de ese momento, Julio Cortázar, pues era coetáneo de Octavio Paz,
los dos catorce años mayores que Fuentes, y porque la historia está más bien
ausente de su obra).
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Mario Vargas Llosa, su esposa Patricia, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Emir Rodríguez Monegal y Pablo Neruda |
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Julio Cortázar, Fuentes y Luis Buñuel |
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Fuentes, Marie-José y Octavio Paz (México, Navidad de 1968) |
¿Era Fuentes enemigo del PRI? No exactamente. Tras los trágicos incidentes ocurridos en junio de 1971 apoyó al presidente y dijo su célebre “O Echeverría o el fascismo”. Fuentes más bien era enemigo del sistema de partido príncipe, concepto por otra parte muy gramsciano, y buen amigo de figuras como Víctor Flores Olea o Porfirio Muñoz Ledo, próximos a publicaciones como Nexos y La Jornada; y el segundo, parte de la escisión priista que fundó el PRD, partido que agrupó a la izquierda mexicana a partir de 1988-89.
Pero la obra de Fuentes no sólo muestra ese doloroso
conflicto entre el pasado reciente y el presente, sino también otro de los
laberintos de la soledad del mexicano contemporáneo: la difícil asunción de la
herencia hispánica, que él abordó con radical ironía cervantina en otra de sus
novelas mayores: Terra nostra (1975)
y aun en Cristóbal nonato (1987), de
manera oblicua pero apocalíptica, y también en no pocos de sus brillantes
ensayos, género en el que también se prodigó con maestría. Lengua y religión,
caudillismo hispano árabe, y cierto quijotismo irredento alimentan la
personalidad del México moderno, tan melancólicamente marcado por la pérdida de
un mundo arcaico poblado de dioses terribles y liturgias sanguinarias, a los
que el mestizaje cultural con Occidente nunca logró enterrar del todo.
Fue un escritor caudaloso y desbordante, cuya extensa producción casi limita con la grafomanía, pecado que supo bordear airosamente pues estaba dotado de una poderosa inventiva verbal y narrativa, y porque brilló en la distancia corta del cuento tanto como en la media distancia de la novela breve (ahí esta su prodigiosa Aura de 1962) y del teatro, o en la extenuante maratón de la novela río.
Sin embargo, su bien merecido éxito literario también debe vincularse a otra característica de su narrativa, que no sólo fue crítica e histórica, sino cinematográfica. Más allá de sus incursiones en el cine (escribió los guiones de El gallo de oro y de Pedro Páramo con García Márquez, a partir de textos de Juan Rulfo; y el de Los caifanes, una película de culto entre los jóvenes de los años 60 y 70 y que significó algo así como el aterrizaje en la anquilosada cinematografía mexicana de la Nouvelle vague francesa y del británico Free cinema).
Más allá de haber vivido una aventura sentimental con Jean Seberg (la joven musa de Jean Luc Godard en À bout de souffle); más allá de todo esto y de su amistad con Luis Buñuel, puede decirse que Fuentes concebía sus obras como trepidantes películas experimentales, escritas según las reglas del montaje paralelo y sus alternancias temporales, la superposición y contraste de poderosas imágenes, muchas veces irracionales, y los diálogos recogidos aquí y allá, incesantemente, por un guionista que supo escuchar mucho y muy bien, y que además fue un gran conversador.
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Con Gabriel García Márquez, amigo y compañero de aventuras cinematográficas |
Fue un escritor caudaloso y desbordante, cuya extensa producción casi limita con la grafomanía, pecado que supo bordear airosamente pues estaba dotado de una poderosa inventiva verbal y narrativa, y porque brilló en la distancia corta del cuento tanto como en la media distancia de la novela breve (ahí esta su prodigiosa Aura de 1962) y del teatro, o en la extenuante maratón de la novela río.
Sin embargo, su bien merecido éxito literario también debe vincularse a otra característica de su narrativa, que no sólo fue crítica e histórica, sino cinematográfica. Más allá de sus incursiones en el cine (escribió los guiones de El gallo de oro y de Pedro Páramo con García Márquez, a partir de textos de Juan Rulfo; y el de Los caifanes, una película de culto entre los jóvenes de los años 60 y 70 y que significó algo así como el aterrizaje en la anquilosada cinematografía mexicana de la Nouvelle vague francesa y del británico Free cinema).
Más allá de haber vivido una aventura sentimental con Jean Seberg (la joven musa de Jean Luc Godard en À bout de souffle); más allá de todo esto y de su amistad con Luis Buñuel, puede decirse que Fuentes concebía sus obras como trepidantes películas experimentales, escritas según las reglas del montaje paralelo y sus alternancias temporales, la superposición y contraste de poderosas imágenes, muchas veces irracionales, y los diálogos recogidos aquí y allá, incesantemente, por un guionista que supo escuchar mucho y muy bien, y que además fue un gran conversador.
La semblanza del escritor quedaría incompleta si no añadiéramos,
entre otras características, su vena erótica (muy poderosa en toda su obra), la
humorística y paródica, pero también su faceta de periodista social y político,
entendido aquí el periodismo como la virtud de enfrentarse con ojo crítico a
las realidades del presente y a pie de calle, virtud que le mereció la
admiración de los jóvenes de varias generaciones, quienes han sido, desde el
primero hasta el último de sus días literarios, su público más fiel.
Bien es verdad que es
aquí donde las luces se ven acompañadas de mayores sombras, pues resulta
legítimo criticarle su condescendencia con dictaduras mucho más perfectas que
la mexicana, utilizando la polémica terminología de Vargas Llosa, como la de Fidel
Castro, esta sí pluscuamperfecta y cuasi eterna; o la afortunadamente breve del
sandinismo nicaragüense. Entre sus luces periodísticas, Fuentes ha sabido ser
crítico de Estados Unidos sin caer en el rampante antiamericanismo del establishment político, literario y artístico
mexicano; y también ha sido generoso con las generaciones de escritores más jóvenes,
señalando la aparición de nuevos valores que incluso discutían con arrogancia
parricida la vigencia de su propia generación.
En fin, Carlos Fuentes
entró en la cacharrería de la Novela de la Revolución, tan reverenciada e
institucional como el partido gobernante en México durante más de 70 años, y lo
hizo como un joven elefante a finales de los años cincuenta. Y allí permaneció,
escribiendo hasta ayer mismo con furor adolescente, pues esa fue, quizá, su
cualidad más definitiva: nunca dejó de inventarse a sí mismo como novelista y
de experimentar con la escritura. Nunca se permitió el lujo de apostar por el
acierto, ni siquiera cuando, tras una imponente cadena de ensayos, ya sabía por
dónde iban los tiros hacia la diana. Ávido de experiencias y emociones
literarias nuevas, así quedará entre nosotros: como un novelista siempre
adolescente.
Nota
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El autor de Aura en su juventud |
Nota
Este artículo fue publicado el 16 de mayo en ARN Digital.
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