Descendiente lejano del sacerdote, botánico, médico y geógrafo José Celestino Mutis –defensor de las teorías copernicanas, de la física newtoniana y taxonomista de la flora suramericana y que era hermano de su tatarabuelo–, este poeta y narrador colombiano nació en Bogotá el 25 de agosto de 1925, aunque sus primeros nueve años de vida transcurrieron en Bruselas, en donde su padre, el diplomático Santiago Mutis, estuvo destinado, lo que le aportó, además de un absoluto dominio del francés, una especial predilección por la cultura, el arte y la literatura galas. Su padre muere allí, prematura y repentinamente, en 1934.
El futuro
escritor regresa a su tierra natal con su madre, Carolina Jaramillo, y se instalan en el
corregimiento de Coello-Cocora, en la región de Tolima, donde un tío suyo poseía
una explotación agraria de café y caña de azúcar. “Tuve siempre un mundo propio
que finca sus raíces en algunos parajes de Colombia y de Europa, desde los
cañaverales y cafetales de mi infancia y adolescencia en la tierra caliente, hasta el Mar del Norte
y el Canal de la Mancha, avistados a veces desde la costa belga. Mi poesía
tanto como mi narrativa se deben al paisaje, porque el paisaje –como decía
Amiel– a mí me asalta como un estado del alma”. Y se deben, asimismo, a los
barcos, pero no a los de las grandes líneas sino a esos otros, más modestos, “propiedad
de un capitán o de una familia, que me conmueven como las armas de don Quijote.
Como él se enfrentan a los imprevisibles molinos del Caribe, a sus huracanes y
tempestades, desplegando un esfuerzo titánico, heroico, pero singular”.
Ya desde muy
joven, tenía 16 o 17 años, sintió el deseo de embarcarse en la poesía “bajo el
fuego de Baudelaire y de Rimbaud soñando escribir poemas en prosa. La sorpresa fue que habría de
convertirme, además, en novelista. Casi niño me enamoré del Quijote, de Garcilaso de la Vega,
de Tirso de Molina, de Lope de Vega –el lírico más que el dramaturgo– y finalmente de Antonio Machado. Él ha marcado mi obra con los hierros ardientes
de un tono poético entre la melancolía y la nostalgia; y con un aliento musical al aire de Rubén Darío que me ha conmovido siempre”. Y entre los franceses, “me
sigue sonando bien Alphonse Lamartine, no Alfred de Musset, algo más Stéphane
Mallarmé, a quien admiro por el riesgo de su aventura; un riesgo que Maqroll el
Gaviero ha afrontado siempre desde que zarpara. Me gustan las novelas de Ferdinand
Cèline; por supuesto: En busca del tiempo
perdido, de Marcel Proust, que periódicamente
releo de un tirón. Los escritos de Colette. Y el más importante de todos, junto
a Cervantes, Miguel de Montaigne”.
En cambio,
siempre mostró su desafecto por la literatura inglesa, quizá porque “me opongo a la
utilización instrumental del lenguaje, un vicio anglosajón que es la marca de
nuestra más inmediata modernidad”. Si bien es cierto, Mutis admiró, y mucho, a
Walt Whitman, el vate de Norteamérica que cantaba al Yo, faro de otro gran poeta de alma marinera: Pablo Neruda. A Herman Melville y su viaje iniciático en pos del Leviatán. Y sobre todos, a Joseph Conrad, que no era británico pero sí maestro de su lengua: el capitán mercante polaco que, al jubilarse, nos guió hasta El corazón de las tinieblas.
Los estudios convencionales jamás fueron su fuerte. Matriculado en la Universidad de Rosario para obtener el diploma de bachiller –donde asistió a las clases de Literatura Española del poeta Eduardo Carranza, una influencia capital en su vocación literaria–, pudieron más el billar y la poesía. Jamás obtuvo el título, como tampoco vivirá de la escritura y apenas del periodismo, y no por prevención ni por aristocratismo: “¡Dios me libre! Casi nunca he escrito en diarios ni revistas, porque me he ganado la vida trabajando para empresas privadas. Algo hice en la radio y escribí algún tiempo para un periódico madrileño, pero nunca me sentí a gusto haciendo periodismo literario”. Sin embargo, tal parquedad se debió también a la suspicacia: “La verdad es que desconfío de la palabra escrita a vuelapluma, sobre todo en los diarios, de los que sólo leo los titulares. Tampoco veo la televisión. No me interesa en absoluto la actualidad, esa manifestación superficial de tragedias humanas muy hondas, tragedias que siempre han sido las mismas, dado el profundo egoísmo de la especie humana”. Y así, primero fue periodista en la emisora de radio Nuevo Mundo, donde ingresó a los 18 años –tras casarse por primera vez– en 1942; y luego, relaciones públicas en compañías petroleras, como Esso y Standard Oil; líneas aéreas como Panamericana; y distribuidoras cinematográficas, como las divisiones españolas de Twenty Century Fox y Columbia Pictures. Muchos recordarán la voz del narrador que abría cada capítulo de la serie Los intocables, que él doblaba al castellano para la televisión de los años 60.
Los estudios convencionales jamás fueron su fuerte. Matriculado en la Universidad de Rosario para obtener el diploma de bachiller –donde asistió a las clases de Literatura Española del poeta Eduardo Carranza, una influencia capital en su vocación literaria–, pudieron más el billar y la poesía. Jamás obtuvo el título, como tampoco vivirá de la escritura y apenas del periodismo, y no por prevención ni por aristocratismo: “¡Dios me libre! Casi nunca he escrito en diarios ni revistas, porque me he ganado la vida trabajando para empresas privadas. Algo hice en la radio y escribí algún tiempo para un periódico madrileño, pero nunca me sentí a gusto haciendo periodismo literario”. Sin embargo, tal parquedad se debió también a la suspicacia: “La verdad es que desconfío de la palabra escrita a vuelapluma, sobre todo en los diarios, de los que sólo leo los titulares. Tampoco veo la televisión. No me interesa en absoluto la actualidad, esa manifestación superficial de tragedias humanas muy hondas, tragedias que siempre han sido las mismas, dado el profundo egoísmo de la especie humana”. Y así, primero fue periodista en la emisora de radio Nuevo Mundo, donde ingresó a los 18 años –tras casarse por primera vez– en 1942; y luego, relaciones públicas en compañías petroleras, como Esso y Standard Oil; líneas aéreas como Panamericana; y distribuidoras cinematográficas, como las divisiones españolas de Twenty Century Fox y Columbia Pictures. Muchos recordarán la voz del narrador que abría cada capítulo de la serie Los intocables, que él doblaba al castellano para la televisión de los años 60.
En 1948 publica su primer poemario, La balanza, junto con Carlos Patiño; y
cinco años después, Los elementos del
desastre, en el que aparece por primera vez Maqroll el Gaviero, que será protagonista
central de su poesía y de su narrativa. “Ha surgido en mis páginas con tanta
fuerza que muchas veces me han preguntado si él no era Álvaro Mutis. Tiene
mucho de lo que quise ser y no fui, de lo que yo hubiera querido ser y no pude
ser. Y tiene mucho de lo que él quiere ser y no puede por estar en mis manos, y
porque yo, a veces, no le dejo vivir todo lo que él quisiera. Sin embargo, muy
a menudo va por libre y no me hace ningún caso. Pero él no es un aventurero –yo rechazo ese adjetivo que muchos le aplican– pues este marino, contrabandista y filósofo a tiempo
parcial no va en busca de aventuras. Será por su carácter, por su vida o por su
temple, pero a él le ocurren las cosas, a él le buscan los conflictos”.
Quizá como a su
autor. En 1956 tuvo que huir de Colombia y se instala en la Ciudad de México –en
donde ha residido hasta el domingo, día de su muerte– porque la Esso lo denuncia
por malversación. Mutis, como el Gaviero, tenía algo de pícaro, pero era
un pícaro desinteresado que había despilfarrado fondos de la compañía destinados a hospitales y beneficencia en locas “ayudas culturales”, de las que muchos escritores, artistas y periodistas –como su gran amigo Gabriel
García Márquez (quien le debe el patrocinio y la atenta lectura, día a día y
capítulo a capítulo de Cien años de
soledad)– se beneficiaron: ¡Salvaba comunistas bajo la dictadura del general Rojas Pinilla!
Trae cartas de presentación para los cineastas
Luis Buñuel, quien seguramente le acerca a Manuel Barbachano Ponce, productor de Nazarín; y Luis de Llano; y enseguida entabla amistad con Octavio Paz, Juan Rulfo y
Carlos Fuentes, amistades que mantendrá toda la vida. Tres años después ingresa
en la cárcel, donde pasa quince meses como preso preventivo, pues la Interpol
había solicitado su extradición. Tras esa experiencia, que cambia su visión del
dolor y el destino humanos, hace su primera incursión en la prosa con su Diario de Lecumberri, libro que aparece
en 1960.
No debutará
como narrador hasta 1978 con La nieve del
almirante, primera novela de la saga del Gaviero que se continuará con Amirbar, Ilona llega con la lluvia, Un bel morir , La última escala del Tramp Steamer, Abdul Bashur, soñador de navíos
y Tríptico de mar y tierra (1993).
Para Mutis, “la
escritura es siempre una forma de poiesis.
Tiene una sola fuente y un solo propósito: combatir los demonios y las
obsesiones que me visitan”. ¿Cuáles? “El primero, es el más terrible: el del
tiempo perdido y recobrado, al que queremos mantener intacto y que, muy a pesar
nuestro, se transforma y nos cambia hasta impedirnos reconocer en la realidad
los sitios que en la memoria nos persiguen. El segundo, la capacidad de
destrucción de la vida, las cosas que, al usarse, se gastan: me obsesionan los
trenes oxidados que no caminan, las cosas inútiles que se amontonan en un
rincón con la cara gris y anónima de las piedras. Y el tercero es amo de ciertas
presencias históricas, como las vidas de César Borgia, el cardenal Richelieu, Telleyrand,
el espléndido caso de Carlos V o el asombroso de San Francisco de Borja. Estos
giros del destino me apasionan porque la historia, al dar una pirueta
magnífica, se nos muestra con sorpresa”.
Quizá por ello
jamás participó en política ni votó nunca. "El único acontecimiento histórico
que me perturba es la Caída de Bizancio ante los infieles turcos en 1453". Por haber nacido el día que se celebra a San Luis, rey de
los franceses, quizá forjó una devoción sin límites por la Monarquía: “Soy legitimista
y gibelino. Monárquico legitimista, porque niego la validez de todo precepto,
orden o ley que sea producto del consenso de los hombres. No acepto bajo ningún
pretexto un sistema político elaborado estrictamente con elementos inmanentes,
con elementos nacidos de la misma razón humana. Sólo podría acatar de corazón
un poder trascendente y ese es la Monarquía absoluta de origen divino que se transmite
según ciertas leyes de sucesión. Creo, como lo hacía José Ortega y Gasset, que
cuando muchos individuos se ponen de acuerdo es para cometer una bellaquería o
una imbecilidad. Me declaro gibelino porque sostengo los ideales que
fundamentaron la comunidad europea habida durante el Sacro Imperio Romano
Germánico, que se derrumba cuando el emperador Enrique IV, el Sálico, va a
humillarse frente a Gregorio VII, el papa soberbio que crea el poder temporal
del papado. La Iglesia Estado fue una catástrofe y la fuente original de la
inmensa corrupción eclesiástica, contra la que se levantaron los gibelinos; de
la Reforma, que fue una reacción contra ella; del calvinismo, padre del
racionalismo y del liberalismo…. Y de toda esta farsa por la que los hombres creen
que se gobiernan bajo una supuesta mayoría”.
En
fin, si no fuera porque son dos adjetivos que se usan de forma negativa, podría
decirse que Álvaro Mutis ha sido un escritor tan excéntrico como extravagante,
raro y único por su originalidad y porque su centro no coincide con el de los
demás: un raro, pues, a la manera en
que Rubén Darío clasificaba a autores como Edgar Allan Poe, Leconte de Lisle, Paul
Verlaine, el conde Mathias Auguste Villiers de L’Isle Adam, Isidoro Ducasse
(conde de Lautréamont, aunque fuera uruguayo), Henrik Ibsen o José Martí.