Juan Pablo Fusi, fotografiado por Jaime García (ABC) |
El historiador, ensayista y catedrático publica una Breve historia del mundo contemporáneo (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) que comienza hablando de dos revoluciones, la Americana y la Francesa.
–La primera, que es una gran desconocida para nosotros, acabó bien; la segunda, que fue tributaria de aquella y es el gran icono histórico europeo, no.
–Es verdad que la interpretación convencional que
muchos hacemos de la Historia Contemporánea parte de 1789 con la Revolución Francesa, dejando fuera a la
Revolución Americana que tiene una
gran importancia en sí misma, dado que Estados
Unidos ha terminado por ser el país dominante, sobre todo, desde finales
del XIX, y ya claramente, en el siglo XX. En cuanto a las ideas políticas y morales,
a la concepción del estado y a la misma idea de “revolución” que defendieron Jefferson, Madison, Hamilton, Adams o Franklin –Washington se pronuncia menos sobre esas materias–, tienen una
calidad extraordinaria. Y es verdad que una termina bien, porque los valores
políticos sobre los que se sustenta la Revolución Americana (desde la autonomía
que ya disfrutaban las colonias, la pluralidad religiosa de los disidentes
ingleses que fueron desembarcando allí, más la idea que tenían de la separación
de poderes, de la Constitución, de una República moderada, y del orden y el equilibrio
de sus instituciones) han acabado siendo parte fundamental de lo que hoy
entendemos por democracia. Por su parte, la Revolución Francesa, sobre todo a
partir de 1793-94, primero degeneró en una dictadura de la minoría jacobina y
luego acabó en el primer golpe de Estado militar moderno, con Napoleón Bonaparte a la cabeza el 18 de
Brumario de 1799 (9 de noviembre según nuestro calendario).
–Europa siempre ha sido más inestable,
sanguinaria, impredecible y vengativa…
–Ojo, en Norteamérica también ocurren cosas
terribles, ahí está la Guerra de
Secesión en la que muere más gente que en todas las demás guerras en las
que ha participado después, incluidas las dos mundiales y Vietnam. Políticamente es más estable, cierto, pues prevalece el
sistema creado a fines del XVIII, su Constitución y la cultura de elecciones
presidenciales a través de un sistema abierto de partidos. El orden
constitucional ha sobrevivido prácticamente inalterado hasta nuestros días,
incluso con herencias que a veces no entendemos, como las “caucus” en sus elecciones
primarias, que es terminología propia del siglo XVIII, aunque a lo mejor deberían
revisar esas variables de democracia directa. Gran Bretaña y EE.UU., a pesar de que hayan tenido crisis muy graves
y de que hoy atraviesen por dificultades, han experimentado una evolución muy
“ordenada”, como la calificó el Times. En cambio, la historia del
continente europeo en el siglo XIX fue muy irregular, por lo menos, hasta el
periodo de estabilidad y gran plenitud que se abrió durante los últimos treinta
años del XIX: se han unificado Italia y Alemania y la vida política
discurre con cierto orden parlamentario
y constitucional en casi todos los países, sean monarquías o repúblicas como Francia o Suiza. Ya en el siglo XX, Europa ha merecido el calificativo de
“Continente negro” (Mark Mazower)
durante la primera mitad del XX porque, efectivamente, el fascismo, el nazismo
y el comunismo tuvieron aquí su origen.
Prólogo y Capítulo I |
–La idea del XIX como un siglo británico y su
parlamentarismo como modelo ideal de la política, y del XX como un siglo
norteamericano, sería uno de los hilos conductores del libro, pues durante estos
doscientos años la hegemonía angloamericana ha sido evidente. Desde el punto de
vista de los valores y las ideas, desde mediados del XIX se produce un giro
hacia el realismo y la moderación, y una toma de conciencia de las
contradicciones del individuo, que el hombre romántico no tenía. Eso ya está en la
novela realista del XIX (adulterio, pobreza, delincuencia, crimen, el mal
acompaña a la Modernidad) y, por supuesto, ya en el XX, a partir de Freud, Husserl, Bergson, Heidegger, Ortega,
Sartre, Camus, con toda claridad. Pese a los enormes avances científicos y
tecnológicos, los hombres alimentan una idea de la vida como algo absurdo, el
hombre “arrojado a vivir”, cierto malestar que coincide, quizá, con procesos de
secularización graduales y lentos de la sociedad. Las verdades son provisionales,
se dan ciertos relativismos morales, hay falta de creencias fuertes. Esto es
más propio del XX, y su cultura y política de masas, que del XIX, porque la fuerza de las Iglesias o la impronta
del pensamiento religioso aún jalonan la vida social hasta la Belle Époque, pero irán atenuándose o
desapareciendo, entreguerras, ya entrado el XX.
Laboratorio de destrucción
mundial
Capìlla ardiente del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, Sofía, asesinados en Sarajevo |
–Con el siglo XIX aparecen dos nacionalismos centrales:
el alemán y el italiano, que son de unificación. Estos proyectos nacionales van
unidos al liberalismo constitucional. En el Imperio Austro-húngaro no había un fuerte nacionalismo “nacional”.
Gobernaba una especie de aristocracia cosmopolita: la élite del imperio que va aceptando
las reivindicaciones, los derechos lingüísticos... Más tarde, cuando finaliza el
siglo, surge otra cosa: la idea de que un pueblo que presente cualquier tipo de
identidad (cultural, étnica, lingüística, religiosa) tiene derecho a la
independencia. Dada la constitución de los estados modernos, cuando se rompe el
“umbral de mínimos” para definir una nación, –como se solía decir–, se crea el
gran problema de las “nacionalidades”. El etno-nacionalismo de fines del XIX no
es ya un nacionalismo de unificación, sino movimientos de afirmación de la
identidad en los que prevalece la etnia, la lengua o la cultura sobre la
estructura política. El Imperio Austro-húngaro, que todo el mundo veía como un
modelo de “estado multinacional” de gran estabilidad, deja de funcionar en el
momento en que empiezan a aparecer checos, serbios, polacos, croatas,
eslovenos, etc., reivindicando su nación. No había un fuerte nacionalismo
“nacional” –insisto– austro-húngaro (quizá podía haberlo en Hungría, aunque no era la parte fuerte
del imperio, pero en Austria nunca
lo hubo)... Karl Kraus
vaticinó que el modelo sería un “laboratorio de la destrucción mundial”, en lo
cual acertó, porque la Primera Guerra Mundial
estalló, aunque no sólo por ello, tras el atentado nacionalista de Sarajevo, que fue su detonante.
–¿Cuáles fueron las consecuencias
de esa contienda?
–Tiene una importancia excepcional porque se hunden
tres imperios: el austro-húngaro, el ruso y el otomano, que eran factores de
estabilidad mundial. Se crean numerosos países con grandes problemas internos,
muchos de ellos de integración de minorías muy heterogéneas. Nacen con un
fuerte “nacionalismo nacional”, como Rumanía,
que casi siempre se expresa con fuertes xenofobia y antisemitismo, porque a la
minoría judía se la considera un cuerpo extraño a la fundación nacional. Si uno
hace de la etnia o de la lengua un componente exclusivo de la nacionalidad, el
que no pertenezca a esa etnia o no hable esa lengua, queda fuera del proyecto
nacional. Se mantuvieron Yugoslavia
o Checoslovaquia porque algún estado
multinacional debía quedar (y a fines del siglo XX se rompieron). Además, se produjeron
el fascismo, que fue una reacción por haberse sentido Italia mal recompensada por su participación en la guerra y por el
fracaso social y económico del estado nacido de la unificación. Y el
nacionalsocialismo, que igualmente fue una reacción por lo que se consideró una
“traición” de la clase dirigente alemana y luego, de la República de Weimar. Los dos son formas extremas del nacionalismo,
que es su componente esencial; antidemocráticas, a la vez contrarias al liberalismo y enemigas del socialismo,
cosas que manifestaron una y otra vez sin disimilo alguno. El gobierno
británico le encargó al historiador Edward H. Carr que coordinara a varios autores en un volumen que se titulará Nationalism
and after (Nacionalismo como tal, Londres, McMillan, 1945) y literalmente dice en su prólogo que
“el nacionalismo es la mayor amenaza para la Humanidad” pensando, sobre todo,
en el fascismo italiano y en el nacionalsocialismo alemán.
–¿Y la URSS?
–Tampoco hubiera habido Revolución Soviética si Rusia
no entra en la guerra, pierde dos millones de personas en dos años, descontento
que capitaliza la minoría bolchevique para dar un golpe de Estado. Los
regímenes europeos durante el XIX no son lo que hoy entendemos como democracias
plenas (voto restringido, las mujeres no cuentan, las competencias de los
parlamentos eran limitadas, pero al menos había sistemas de representación y,
en algunos casos, como el británico, el parlamento es la esencia de la
nacionalidad…) Donde no hubo nada de todo eso fue en Rusia. El zar reina y
gobierna. Sí hubo una cierta modernización desde 1890, pero hecha desde arriba.
No existía la “sociedad civil”, y cuando se da una cierta apertura al otorgar el zar una pseudoconstitución tras la gran revuelta de 1905, ya es demasiado
tarde.
Octubre, de S. M. Eisenstein |
–Una revolución tan romántica y
espectacular ¿sólo fue “golpe de Estado de la minoría bolchevique”?
–En efecto, pero hay dos grandes
momentos. Primero una gran revuelta en marzo de 1917 que es espontánea,
acéfala, sin dirección de masas, con grandes movilizaciones en las calles por
descontento ante la guerra, el mal gobierno, el hambre, y que provoca la caída
del zar Nicolás II. Y la de octubre, que es otra cosa: no
se ha estabilizado la situación, continúan la guerra, el hambre, el
desaprovisionamiento, y un dualismo de poder entre gobiernos parlamentarios muy
débiles y las “asambleas del Pueblo”: los soviets, de forma que diez o doce dirigentes
del ala bolchevique apoyados por diez o doce mil activistas de la guardia roja
y alguna guarnición que deciden ir a la “revolución”. Es decir: hay una
dirección. No es un proceso de masas sino de grupos armados que ocupan los
centros estratégicos. Sin resistencia, pues el Gobierno ha huido, no hay esa
“toma del palacio de invierno” en los términos dramáticos que nos ha
acostumbrado la propaganda a través la pintura, la literatura o el cine
revolucionarios. Concluyendo: en Rusia tampoco hay experiencia democrática durante el siglo XX, ni las instituciones
representativas gozan de prestigio, ni cultura constitucional alguna, cosa que
tampoco existirá con la dictadura soviética, ni siquiera hoy mismo, porque la Federación Rusa es una estado semiautoritario.
Un Estado del Bienestar para una
“sociedad nueva”
–Después de la II Guerra Mundial
que acaba con el totalitarismo de Alemania, Italia y Japón, surge el Estado del
Bienestar. ¿Se construyó para frenar la amenaza de una revolución comunista y
se ha dejado caer cuando ésta ha desaparecido tras la caída de la URSS?
–Es cierto que hasta 1947 (cuando se crea el Sistema Nacional de Salud británico) no
había, como tal, un Estado del Bienestar, pero sí existe desde principios del
siglo XX algún tipo de leyes y medidas sociales en los países occidentales. A
partir de los horrores de la guerra surge la necesidad de crear un tipo de sociedad
nueva, que se da no sólo entre los progresistas, sino también entre los más conservadores,
los liberales y los cristianos (las Iglesias, hay que ser justos, siempre la
han tenido). Una “sociedad nueva” más justa que asuma su responsabilidad ante
la enseñanza, la pobreza, el desempleo, la vejez o la enfermedad, y que es algo
que proviene del espíritu de las dos revoluciones inaugurales de la modernidad contemporánea.
"Sed realistas, pedid lo imposible", Mayo de 1968 |
–Durante el apogeo de ese Estado
del Bienestar, en 1968 se produce, de pronto en 1968, una gran revuelta juvenil
en Francia y EE.UU. que tiene consecuencias en Italia, Alemania y todo el mundo
occidental.
– Mayo del 68
no podemos atribuirlo a las injusticias sociales, más bien responde a una
rebelión generacional por razones estéticas, morales, sexuales, convencionales.
Es una revuelta pasajera que puede producirse entre jóvenes que nacen de la prosperidad y la abundancia, y cuyo horizonte de vida quiere ser otro. Raymond
Aron, con bastante precisión y mala intención, dijo que era una “revolución
inencontrable”. Su mejor herencia fue la liberación de las costumbres y
formas de vida: la mujer, la sexualidad, otras maneras de comunicarnos, actuar,
vestirnos y divertirnos. Lo peor sería la irrupción de grupos radicales que, a
partir de los mensajes del 68, resucitaron la acción violenta de fines del XIX y
principios del XX. Los casos de la banda Baider–Meinhoff,
en Alemania; o de las Brigadas Rojas
y Poder Obrero en Italia, fueron un
disparate de percepción de la realidad. Jóvenes muy ideologizados interpretaron
todo aquello, que vino acompañado de un periodo de grandes reivindicaciones
obreras convencionales: huelgas, luchas sindicales por conseguir
mejoras laborales, participación en los beneficios, mayores salarios, como el
preludio de una revolución. Y recurrieron a la lucha armada, causando un
desastre inútil que costó la vida de centenares de personas, entre
ellas, la de Aldo Moro. Una cosa es
la mala conciencia y el anhelo de una vida mejor y más justa para todos; y otra
muy distinta la violencia, la imposición por el terror y las estrategias de
sangre.
La caída del Muro: “Una
revolución como la de 1789, pero… ¡contra los revolucionarios!”
–Concluye el libro dedicando un
capítulo a la Revolución de 1989, años en los que también se hablaba del Fin de
la Historia… ¿Lo fue la caída del comunismo?
–Era una simplificación y una provocación
intelectuales. En Francis Fukuyama
había cierta ilusión de que había triunfado la democracia. Pero ha sido, desde luego, el fin
de una época, así como la derrota histórica de la izquierda revolucionaria. La
derrota de toda una visión del mundo fincada en una revolución “obrera” que se
beneficiaba del ethos de la
Revolución Francesa y que había reverdecido, por ejemplo, con la Revolución Cubana a finales de los años
50. La ocurrida en Europa del Este y
en Rusia a lo largo de 1989 fue, casi, una revolución de 1789 pero… ¡contra los
revolucionarios!
–¿Tiene aún sentido la dicotomía entre izquierdas y derechas?
–Creo
que el problema es eficiencia económica, justicia social y libertad individual.
Objetivos de este tipo se pueden conseguir desde políticas conservadoras y desde
posiciones socialdemócratas. Por tanto, la exigencia mayor es competencia,
eficiencia y crecimiento ordenado. No tiene por qué haber una diferencia tan
profunda y radical, porque tanto la izquierda como la derecha han asumido los
valores políticos y sociales del constitucionalismo liberal y de la
socialdemocracia. Tanto los partidos cristiano-demócratas y liberal-conservadores como los
socialdemócratas apelan al voto de grandes mayorías y tratan de gobernar
para ellas. No gobiernan en nombre de unos pequeños sectores de la sociedad,
sino que buscan el voto del centro y una apoyatura social muy amplia. Reciben
el mandato de gobernar sociedades muy plurales y complejas y un radicalismo muy
sectario sería rechazado en las urnas.
–¿Existe una tercera vía...?
–Tanto derechas como izquierdas hoy a su vez
son coaliciones. En los partidos de la derecha hay sensibilidades distintas y
en los de la izquierda, también. Cuando hablamos de bipolaridad política, de
dos partidos, en realidad hablamos de muchas más opciones. La fragmentación no
sería buena, como en Argentina, o en Italia, donde ya no sabemos a qué sistema de partidos nos referimos, pues hay toda
clase de combinatorias. Hoy la derecha y la izquierda son plurales y abiertas,
pero si las consideramos como dos bloques extremos, erramos. Sartori habla de la importancia que siempre tiene el centro. Sea
cual sea el partido que gobierne, la exigencia del sistema es que lo haga para esa gran mayoría heterogénea.
–¿Y los
nacionalistas actuales?
–Hay de todo. Yo diría que la filosofía que
está detrás del nacionalismo enfatiza la nación como objeto y como sujeto de la
política, la colectividad, la territorialidad, la cultura particularista y la
etnicidad. El liberalismo constitucional y la socialdemocracia apuestan por los derechos sociales y
los del individuo, así como por la pluralidad educativa en sociedades no
excluyentes sino integradoras.
“Hoy
puede pasar cualquier cosa”
–La evolución económica, demográfica y cultural de
los siglos XIX y XX resulta espectacular. El mundo es igual entre el año 0 y el
año 1800: los economistas a lo mejor hablan de que el PIB mundial pudo cambiar
un 0’2 por ciento en todo ese tiempo. Pero el crecimiento entre 1800 y 1900 ya es
incalculable; y aún se dispara más, de forma logarítmica, entre 1900 y hoy
día. Por ejemplo, entre 1995 y 2005 las Autonomías españolas duplicaron la
renta regional y la renta per capita. Entre el año 0 y 1800, el mundo entero
seguía casi igual; cambiaron la ropa y los mapas, pero la tecnología era prácticamente
la misma: el arado, el molino de harina, el candil o la vela, el ladrillo…
–Sin embargo, usted se muestra
pesimista, también habla de que hoy nos enfrentamos a un “espejismo de paz”…
–Claro, otra cosa es que la caída del comunismo haya
abierto al principio una etapa de estabilidad. Pero enseguida volvimos a vivir momentos
de incertidumbre. Creímos que la gran tensión bipolar había desaparecido y que
podíamos caminar con una cierta distensión internacional, y hoy nos encontramos
ante un “espejismo de paz”. Recuerden la Primera guerra del Golfo. Parecía que era lo que había que hacer: primero, condena
de la ONU a la ocupación de un país
por otro. Luego, se articula una gran coalición con participación del mundo
árabe, de los países occidentales, con EE.UU. a la cabeza, a la que se suman
muchos otros, y que está arropada por el Consejo
de Seguridad. Y se actúa. Pero, poco después, todo eso se viene abajo.
Estallan las guerras balcánicas, aparecen
las redes de terrorismo fundamentalista islámico sin bases territoriales de Al-Kaida, nacen estados fallidos a
partir de la desintegración del imperio soviético, se producen guerras tribales
en África con genocidios como el de Rwanda, el conflicto palestino-israelí
se recrudece con dos intifadas y ocurre el atentado del 11-S con un estado
cómplice: Afganistán bajo los
talibanes… Y todo ante la inacción de los propios países vecinos, europeos,
asiáticos y africanos, así como de los organismos internacionales: ONU, OTAN… Hemos perdido la gran oportunidad
de 1989 y volvemos a un mundo complejo, difícil, conflictivo, donde hay muchos
elementos de tensión, algunos comprensibles, otros ilógicos, en el que puede
pasar cualquier cosa.
–Eterno retorno de la historia
más que tiempo lineal: ¿No estamos en 2013 como en el siglo XV? Hace poco que
Marco Polo nos ha descubierto China (hoy esa nación, por primera vez en 5.000
años, ha salido de su ensimismamiento histórico y ya nos está colonizando).
Como enemigo universal: el Turco (ahora el fundamentalismo islámico). Gutenberg acaba de inventar la imprenta en 1440, que introduce un absoluto cambio de paradigma cultural,
social, educativo y económico (Internet)… ¿Caerá otra vez Constantinopla?
Bashar al-Assad y Vladimir Putin flanqueados por sus esposas |
Nota
Una versión más breve de esta entrevista se publica hoy en la edición de papel y en la web de ABC.
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