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José María Aznar, el general Plutarco Elías Calles y Mariano Rajoy |
La admiración secreta de José María Alfredo Aznar López
por uno de los
fundadores del sistema político mexicano contemporáneo: el general Plutarco Elías Calles,
no es nueva entre los políticos españoles, pues ya Felipe González Márquez manifestó en la campaña electoral de 1982 que aspiraba al
techo social del PRI. La pasión secreta de Aznar por don Plutarco nunca ha sido
verbalmente explicitada, aunque ha tenido su epifanía en los hechos. En primer
lugar, el dedazo de aquella presidencia imperial mexicana (el presidente
saliente designa a su sucesor y si hubiere oposición, lo madruga, es decir: adelanta su anuncio para cortar la grilla); y
en segundo lugar, la aspiración al Maximato.
Lo primero está claro: Aznar lo
escenificó muy seguro de sí mismo y divirtiéndose, señalando con sus traviesos
dedillos que el nombre del tapado estaba en el “cuaderno azul”, íntimo y
secreto dietario de su acción política, que siempre llevaba consigo y que
blandía ante los periodistas y las televisiones entre 2003 y 2004, como gato
jugueteando con pajarillos. Eligió a su entonces ministro del Interior (antes
lo había sido de Administraciones Públicas y de Educación y Cultura), el
registrador de la Propiedad Mariano
Rajoy Brey,
frente a otros posibles candidatos políticamente más agresivos, como pudieron
serlo Alberto
Ruiz-Gallardón Jiménez o Esperanza
Aguirre y Gil de Biedma. También se habló de Ángel
Jesús Acebes Paniagua, muy profesional y sólido político que parecía ser ese joven alumno
muy aplicado, el segundo de la clase en el Consejo de Ministros.
Pero Aznar, autor de un milagro
económico que fue “pan para hoy y hambre para mañana” (y cuyo paladín ahora se
encuentra al borde de la cárcel: Rodrigo
de Rato y Figaredo, vicepresidente del Gobierno y ministro de Economía, también
candidato poderoso pero imposible, pues se había opuesto a la guerra de Irak
y no era político
manejable). Pero Aznar, que se había sentado entre el emperador George Walker Bush y el primer espada británico Anthony Charles Lynton
Blair antes de
ir a la faena de Irak, algo a lo que se oponía frontalmente la Iglesia Católica, buena parte del electorado del PP y el PSOE en plenario bajo el talante
de José
Luis Rodríguez Zapatero, junto al resto de la Oposición. Pero Aznar, que había casado a su
hija en El Escorial con invitados poderosos como el presidente italiano Silvio Berlusconi Bossi
o sbirri como Francisco Correa Sánchez, muñidor de la trama Gurtel, presuntamente delictiva. Pero Aznar,
quien abandonaba apoteósica y voluntariamente la Presidencia del Gobierno en la
que se había eternizado su antecesor durante cuatro legislaturas, después de
“sólo” ocho años. Pero Aznar… ¿no estaría tramando un Maximato desde el ilustre think tank ideado a su imagen y semejanza: la Fundación para el Análisis
y Estudios Sociales (FAES)?
Si así fue, al final le ha ido tan mal
como en Irak o con su apuesta por el ladrillo como locomotora de la economía
española.
En cambio, el general Francisco Plutarco
Elías Campuzano (que adoptó el apellido Calles del marido de su tía materna,
matrimonio que lo prohijó cuando quedó huérfano de madre y su padre, alcohólico
e irresponsable, abandonó a los hijos naturales) sí tuvo más éxito en sus empeños. Primero pactó con el también general Álvaro Obregón Salido
–quien ya había sido
presidente de México desde 1920 hasta 1924, como él entre 1924 y 1928– seguir
alternándose en el Poder, reelecciones que precisarán de un reforma
constitucional, pues el lema de la Revolución había sido “sufragio efectivo, no
reelección”. Reforma que el Congreso mexicano aprobó, a instancias de don
Plutarco, siempre que el presidente en activo no pudiera serlo durante el
siguiente mandato. Pero el asesinato de Obregón a manos de un católico
extremista tras su primera reelección en 1928 (no llegó a jurar el cargo) echó
por tierra lo que habían planeado estos “diarcas” mexicanos.
Para sucederle se nombró interinamente
al abogado Emilio
Cándido Portes Gil, quien preparó la siguiente convocatoria electoral que se celebrará
en 1930, interinato ya marcado por el omnímodo poder de don Plutarco a quien
comenzó a llamarse el Jefe
Máximo de la Revolución. Fascinado por el comunismo y por el fascismo, el general fundó el Partido Nacional
Revolucionario, un
partido de Estado cuasi único que nacía para conjugar y conjurar los intereses
y las rivalidades de las diversas y encontradas familias revolucionarias. Luego
se refundará como Partido
de la Revolución Mexicana de 1938 a 1946, para finalmente ser el actual Partido Revolucionario
Institucional y que se mantuvo ininterrumpidamente en
el Poder hasta el año 2000, para volver a recuperarlo en 2012 con Enrique Peña Nieto.
En fin, comoquiera que el gran
superviviente no podía sucederse a sí mismo, el PNR designó, bajo el patrocinio
de su fundador, al diplomático e historiador Pascual José Rodrigo Ortiz Rubio como candidato. Ganó las elecciones,
aunque al día siguiente de rendir su segundo informe presidencial, allá por
1932, renunció a la silla, alegando que le era imposible ejercer el cargo por
las presiones que recibía. Por entonces los mexicanos decían, cuando pasaban
cerca del domicilio de don Plutarco, desde donde se divisaba el Palacio de Chapultepec: “Allí vive el presidente, pero el que
manda vive enfrente”.
Nuevo interinato. El PNR ahora elige
para sustituirle al general Abelardo
Rodríguez Luján, que había sido ministro de
Industria, Comercio y Trabajo, así como de Marina y Guerra con Portes Gil, de
tendencia socialista y anticlerical, a quien también manipuló don Plutarco,
aunque seguramente lo temía, pues quizá le forzó a volver al “sufragio efectivo,
no reelección”, por si acaso quería reelegirse y poner en duda su Maximato. Así
que el PNR de Calles postuló para las siguientes elecciones presidenciales de
1934 a otro general, por joven quizá manejable: Lázaro Cárdenas del Río, a quien se ha llamado por ello el
cachorro de la Revolución, pues sólo tenía 39 años al recibir la banda
presidencial.
Sin embargo, no fue así. Después de
varios tiras y aflojas para zafarse de las injerencias de don Plutarco y de sus
ministros impuestos y otros políticos callistas, el enérgico nuevo presidente
le envió a veinte militares y a ocho policías a que lo detuvieran la noche del
9 de abril de 1936 en su residencia mientras leía en la cama, según cuentan, el
Mein Kampf
de Adolf Hitler. Al día siguiente lo montaron en un
avión rumbo a Estados Unidos junto con sus fieles Luis L. León, Melchor Ortega y Luis N. Morones. Esta fue la primera vez que en México
se resolvía un conflicto de poder sin recurrir a la pólvora y el plomo, como
desgraciadamente había ocurrido hasta entonces: Madero, Villa, Zapata, Carranza, Serrano…
Aunque
histórica y políticamente la talla de Aznar sólo pueda considerarse la de un
mero aprendiz de brujo, sus planes se torcieron por culpa de la pésima gestión
del atentado terrorista que el 11 de marzo de 2004 condujo a la derrota
electoral del entonces candidato Mariano Rajoy sólo tres días después de la
tragedia. Hubo un patético mini maximato
durante los siguientes cuatro años. Allí estuvieron flanqueándole como Jefe de
la Oposición, a todas horas, dos fieles soldados aznaristas: el ex ministro de
Trabajo y portavoz del Partido Popular Eduardo Andrés
Julio Zaplana-Soro; y el ya mencionado Ángel Acebes, de los que se
desembarazaría en la siguiente legislatura, cuyas elecciones volvió a perder en
2008.
Pero Aznar no ha dejado nunca de
intentarlo, a Dios gracias sin mayor
éxito, cuando por fin Mariano Rajoy
logró ganar las elecciones en 2011 gracias al desastre económico del presidente
socialista Rodríguez Zapatero. De no haber mediado el trágico 11-M, es probable
que los españoles, al pasar junto al Palacio de la
Moncloa por la autopista de A Coruña, hoy lo haríamos pensando: “Aquí vive el
presidente, pero el que manda vive en FAES”.