domingo, 8 de diciembre de 2013

Jaime de Armiñán: "El Estado debe proteger al cine y al teatro"


Quizá porque por las venas de Jaime de Armiñán corre sangre de políticos y artistas, él ha sido uno de los creadores más importantes del Desarrollo, la Transición y la Democracia. Un escritor de teatro, televisión y además director de cine, cuentista, novelista y memorialista cuya obra nos permite comprender los grandes cambios sociales y de mentalidad que llevaron a la reconciliación de los españoles. Este año le han concedido el Goya de Honor a toda una trayectoria, aunque también merece el premio Príncipe de Asturias y, ¿por qué no?, el mismísimo Cervantes, que coronaría una carrera dedicada al lenguaje, ya sea escrito o audiovisual, siempre el mismo río que se desliza por muchas vertientes.

–Aunque usted no haya desembarcado nunca en la arena política, siempre ha sido un ferviente reformista, quizá porque lo lleva en los genes, ¿verdad?

–Mi abuelo paterno fue diputado del partido Liberal y ministro con José Canalejas. Quizá no hubiera habido guerra civil si a Canalejas no lo asesina el anarquista Manuel Pardiñas frente a la librería San Martín en la Puerta del Sol, en 1912. Alfonso XIII lo respetaba mucho y quizá él hubiera podido reconducir aquella Monarquía constitucional hacia una Monarquía parlamentaria moderna y más democrática, evitando las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco. Mi abuelo Luis aparece en la famosa foto de Canalejas de cuerpo presente en el Ministerio de la Gobernación, donde lo llevaron herido de muerte. Por su parte, mi padre, además de periodista (trabajó en El Heraldo y luego en ABC muchos años, después de la guerra), fue gobernador civil de Lugo, Cádiz y Córdoba durante la II República. El general Emilio Mola llegó a decir que si lo pilla en caliente, lo habría fusilado, aunque no era de izquierdas.  

–También lleva sangre teatral.

–Por parte materna. Mi abuelo fue el dramaturgo y escultor Francisco Oliver y mi abuela y mi madre las actrices Carmen Cobeña y Carmita Oliver. Yo estudié Derecho para complacer a la familia pero luego empecé a escribir teatro. Mi primera obra, que se ha perdido, fue una comedia que no se estrenó nunca y que se titulaba Álvaro no tiene voluntad. Luego escribí Eva sin manzana, que fue premio Calderón de la Barca en 1953 y la primera obra que estrené. Luego vino Sinfonía acabada en 1955 y Nuestro fantasma, que ganó el Lope de Vega en 1956, estrenándose en el Español. Y a partir de ahí unas cuantas. ¿Que por qué no me dediqué sólo al teatro? Bueno, yo hice la carrera que podía y estrené mucho. Todo está en Escelicer.

De Paseo de la Habana a Historia de la frivolidad

–Enseguida se convirtió en uno de los pioneros de TVE.

–Entré casi por casualidad en los tiempos heroicos de Paseo de la Habana, allá por 1958. Y fue de “negro”. Habían contratado a mi mujer, Elena Santonja, para hacer una magazín femenino en el que había de todo: cocina, belleza, actualidad, y que se llamaba Entre nosotras. El jefe de programas era José Luis Colina y Luis G. Berlanga le dijo: “Lo ideal sería que Jaime escribiera los guiones, pero sin firmarlos”. Me pagaban 150 pesetas de entonces por cada uno y 350 a mi mujer por programa. Nos expulsaron, pero enseguida me volvieron a llamar para hacer una serie infantil: Érase una vez, aunque a los niños no les gustaba nada mis cuentos, porque las moralejas a lo mejor eran muy particulares. Pero allí empezaron algunos actores como José María Prada, Chus Lampreave, Agustín González, María Fernanda D’Ocón y mi cuñada Carmen Santonja (que luego formaría el gran dúo Vainica Doble con Gloria van Aerssen, que tantas canciones y melodías han creado para mis programas, como Tres eran tres, Suspiros de España o el fabuloso pasodoble de Juncal).

–El éxito no se hizo esperar.

–Llegó con una serie para Adolfo Marsillach: Galería de maridos, que se continuó en otra: Galería de esposas. Yo era muy amigo de Adolfo del Café Gijón y mi padre lo había sido del suyo, que fue crítico teatral en Barcelona. Y mi abuelo del suyo. En aquellos programas también trabajaba Amparo Baró, una actriz maravillosa y una persona fantástica. Y grandes actores como Fernando Rey, Antonio Ferrandis, los hermanos Gutiérrez Caba: Juliguti, Ireneguti y Emiliguti;  o Fernando Fernán Gómez, a quien luego logré que readmitieran en TVE porque lo habían echado por apoyar el famoso Contubernio de Munich en 1962.    

–Sería imposible enumerar todas las series de aquellos años, pero una producción destaca especialmente: Historia de la frivolidad (1968).

–La hice con Narciso Ibáñez Serrador y ganó la Ninfa de Oro del Festival de Montecarlo y además la Rosa de Oro de Montreux. Adolfo Suárez y Juan José Rosón querían proyectar una imagen de España más moderna en el extranjero: “¡Queremos algo que sorprenda!”, nos pidieron. “¿Y qué podemos hacer?”, nos preguntábamos Chicho y yo. Y se nos ocurrió hacer una… ¡Historia de la censura! Aunque pensábamos que eso no iba a pasar nunca, Adolfo nos dijo que no nos preocupáramos. Y le cambiamos el título. Aun así al censor de TVE no le gustó nada aquella sátira y amenazó con dimitir.  En fin, la condición del festival era que el programa se hubiera visto antes en la televisión de origen, y se las ingeniaron para emitirlo después de medianoche, sin anunciarlo y tras el Himno Nacional, para que no lo viera nadie (ni el censor). Será uno de los primeros grandes éxitos de TVE, junto con El asfalto (Narciso Ibáñez Serrador, 1967), o ya algo después, con La cabina (Antonio Mercero, 1972).

El discreto encanto de la pantalla grande

–Debuta en el cine con Carola de día, Carola de noche (1969), película que no funcionó, aunque ya había escrito muchos guiones que se filmaron.

–Yo había hecho seis o siete guiones para José María Forqué (padrino de mi hijo Eduardo, como Marsillach lo era de Álvaro) desde principios de los sesenta; y otros para Alfonso Balcázar, Germán Llorente y Luis Lucia. Y entonces me propusieron que dirigiera mi primer largometraje que protagonizaría Marisol. Don Manuel Goyanes, el descubridor y productor habitual de sus películas, quería transformarla de actriz casi infantil a mujercita, pero me dio mucha lata con el guión y en el rodaje. Ha sido el productor más incómodo con el que he trabajado en mi vida. Y se equivocó. Yo no era el director más adecuado para ese proyecto, aunque sí hubiera podido hacer otra película distinta con Pepa Flores, porque era una gran actriz, con talento, divertida y además, guapísima. Imposible con un productor, digamos con piedad, tan anticuado.


–Triunfa poco después con Mi querida señorita (1972). ¿Cómo pudo torear a la censura una apuesta tan atrevida?

–Eso también me lo pregunto yo, pues aún no me lo explico. Creo que la censura no se enteró de qué iba esta película que escribí con José Luis Borau y que produjo Luis Megino. Nada más sufrió un corte. Mónica Randall interpretaba a Feli, una vecina, putita lista y sagaz que recibe a José Luis López Vázquez en su casa para hacer el amor (después de que su personaje, Adela Castro, ya se ha convertido en Juan). Él se está quitando los zapatos mientras Mónica se desnuda al fondo del fotograma y se le ve el pecho no más de dos segundos. Bueno, pues eso es todo lo que cortó la censura. ¡Una tontería!

–López Vázquez cautivó a Hollywood con ese personaje.

–Fue una interpretación enorme: no sabías si era hombre o mujer. A George Cukor le maravilló tanto que le propuso un contrato durante dos años sólo para que aprendiera inglés. Pero él rechazó la oferta porque trabajaba a destajo y ganaba mucho dinero en España. Y Cukor le dio un papel en Viajes con mi tía especialmente escrito para él, pues el personaje no sabía inglés.      

–Después realiza El amor del capitán Brando (1974), otra apuesta de riesgo. Un melancólico triángulo amoroso entre un viejo exiliado (Fernán Gómez), una modernísima maestra rural (Ana Belén) y un chico de trece años, alumno suyo (Jaime Gamboa), triángulo al que se enfrenta el alcalde del pueblo (Antonio Ferrandis), muy, pero que muy franquista.     

–Ahí sí hubo mucha guerra con la censura. Fernando interpretaba a un republicano que ha vuelto a España y Antonio al alcalde, que hablaba como Franco, pues yo había escogido fragmentos de discursos suyos muy reconocibles, sabiendo que los iban a quitar. En realidad, Juan Tébar (coguionista) y yo les poníamos cebos a los censores para que dejaran otras cosas. La madre de esta película era otro proyecto que nunca llegó a cuajar, porque trataba de las huelgas estudiantiles de la época. Me dijeron que ni se me ocurriera escribir ese guion imposible… Como pequeña venganza en El amor del… hay una huelga, pero de niños, claro.

–A mediados de los años 70 se hablaba de una Tercera vía del cine español, que impulsaba el productor José Luis Dibildos y que representaban directores como Roberto Bodegas (Españolas en París, 1971; Vida conyugal sana, 1974; y Los nuevos españoles, 1975) o José Luis Garci (primero guionista de Mercero, Bodegas y Pedro Olea; y luego director de Asignatura pendiente, 1977 y Las verdes praderas, 1979). Pero eso, ¿no lo había inventado ya Jaime de Armiñán?

–Aunque los aprecio a todos muchísimo y son mis amigos, cuando me hablaban de eso yo decía que no era de ninguna Tercera vía, algo que me sienta como un tiro porque mis películas las hago yo.


–Vale. Ha tenido siempre muy mala suerte en Hollywood, porque el año de Mi querida señorita también competía Luis Buñuel con El discreto encanto de la burguesía… Tampoco pudo ser en 1980 con El nido, una película que hoy sería políticamente incorrecta, pues trata del amor crepuscular de un músico retirado y viudo (Héctor Alterio) con una lolita (Ana Torrent) que vive en una Casa Cuartel.

–Bueno, en 1973 yo sabía que si iba Buñuel no había nada que hacer. Pero fui y me lo pasé divinamente. Conocí a Cukor, a Billy Wilder, a Rouben Mamoulian, a George Stevens y a Alfred Hitchcock. Fue maravilloso. Los mismos que le habían hecho un homenaje a don Luis, ya sabe, el de “Los chicos de la foto”. Pero el caso de El nido fue muy distinto.

–¿Por qué?

–Aquel año se presentaban François Truffaut con El último metro en París y Akira Kurosawa con Kagemusha. Eran dos filmes que iban con mucho poder y dinero promocional detrás. Un par de días antes me dijeron que El nido podía ganar porque esas dos grandes películas se anulaban entre ellas. Al final, el Oscar se lo llevó la soviética Moscú no cree en las lágrimas. Era un bodrio americanófilo pero a la Academia le interesaba mucho, por lo visto, que ganara, por las razones políticas que fueran y porque querían hacer una gran exposición en Los Ángeles de cine soviético, aunque luego los rusos no permitieron a su director, Vladimir Menshov, que recogiera el premio.

–Ya no hay censura, sino toda la libertad para hacer cine o teatro, pero bien parece que sin ayudas del Estado resulta casi imposible. ¿Qué piensa de las subvenciones?

–Hoy no hay censura política, moral o religiosa, pero sí económica. ¿Quién va a producir una película que refleje lo español, cuando cuesta tanto dinero hacerla, y sólo es viable el cine internacional, espectacular o de género? Creo que defender la excepción cultural de nuestro cine es una de las obligaciones del Estado. Proteger el cine y al teatro, porque esta subida que han hecho del IVA, también lo ha dejado tocado. Y hay una cosa que aclararle a la gente. Las subvenciones no son un invento de los socialistas, ya las había en la época de Franco: Locura de amor, El clavo o La tía Tula (que no era precisamente una película franquista ya en los años sesenta) fueron subvencionadas, por no hablar de las primeras obras de Carlos Saura. Igual que las de Berlanga, como la espléndida Plácido, que primero se llamó Siente a un pobre a su mesa, título que no fue aceptado. En fin, todas estaban subvencionadas y muy bien subvencionadas.

Juncal  y la familia Bienvenida


–En 1989 vuelve otra vez a la televisión y nos regala Juncal, serie de ambiente taurino que protagonizó Paco Rabal y que obtuvo un enorme éxito.

–Yo incorporé a esa serie toda una vida junto a una familia de toreros: los Bienvenida. Yo he oído hablar a Manolo Bienvenida, el Papa Negro, cientos de veces; y a Antonio, igual; y a Ángel Luis, últimamente. Sobre todo a Ángel Luis, que era como mi hermano. Me salí de todos los tópicos del cine taurino. Pero no podía haberlo hecho sin el Papa Negro, aunque el personaje de Paco Rabal no está inspirado en él. Todo lo contrario. Pero sí en el lenguaje de Manolo, de Ángel Luis, de Antonio y de Pepe Bienvenida. Juncal podía haberla escrito cualquiera de ellos. Cuando se fueron marchando, a mí empezó a darme mucha pena y nostalgia ir a las Ventas o a La Maestranza. Y ya no voy.

–¿Qué piensa del acoso a la Fiesta en Cataluña y el País Vasco?


–Un horror. Aunque en el País Vasco es distinto, porque los toros en Bilbao están muy arraigados. Y qué pasa en Navarra, ¿podrán quitarle a Pamplona los sanfermines? Creo que la Fiesta se acabará quizá porque la afición está desapareciendo en las familias. Ahora bien, en México, en Perú o en Colombia no va a ser tan fácil. Ni en Andalucía. Yo tampoco creo que los toros tengan que ver con el arte: no son cine, pintura, música o literatura. Son otra cosa, pero muy nuestra. Yo nunca los prohibiría porque sería una traición.